Frases El beso del ganador

Arin había nacido en el año del dios de la muerte, y al fin de alegraba de ello. Se rindió a su dios, que le sonrió y se acercó a él. <<Las historias harán que te maten -le murmuró el dios al oído-. Así que escucha. Escúchame.>>
Y Arin lo hizo.
Arin


Érase una vez una muchacha que estaba demasiado segura de sí misma. No todos la consideraban hermosa, pero admitían que poseía cierta elegancia que intimidaba con más frecuencia de la que cautivaba. La sociedad coincidía que no era alguien a quien uno quisiera contrariar. <<Guarda su corazón en una cajita de porcelana>>, susurraba la gente, y tenían razón.
A la joven no le gusta abrir la cajita. Contemplar su corazón la perturbaba. Siempre le parecía más pequeño y al mismo tiempo más grande de lo que esperaba. Palpitaba contra la porcelana blanca. Parecía un carnoso nudo rojo.
A veces, sin embargo, apoyaba la mano sobre la tapa de la cajita y, entonces, el rítmico palpitar se transformaba en una agradable música.
Una noche, otra persona oyó esa melodía. Un chico hambriento que se encontraba lejos de casa. Se trataba (por si os interesa) de un ladrón. Trepó por las paredes del palacio de la joven. Introdujo sus dedos fuertes a través de la estrecha abertura de una ventana. La abrió lo suficiente como para poder pasar y entró.
Mientras la dama dormía (sí, la vio en la cama y apartó rápidamente la mirada), robó la cajita sin ser consciente de lo que contenía. Lo único que sabía era que la quería. Su naturaleza estaba llena de deseos, anhelaba constantemente algo, y los anhelos que comprendía eran tan dolorosos que no le interesaba examinar los que no  comprendía.
Cualquier miembro de la sociedad de la dama podría haberle advertido que robarle era mala idea. Habían visto lo que les pasaba a sus enemigos. De un modo u otro, la joven siempre les daba su merecido.
Pero el muchacho no habría seguido esos consejos. Se hizo con su botín y huyó.
La habilidad de la joven casi parecía cosa de magia. Su padre (la gente susurraba que se trataba de un dios, pero su hija, que lo amaba, sabía que era completamente mortal) le había enseñado bien. Cuando una ráfaga de viento procedente de la ventana abierta la despertó, captó el aroma del ladrón. Había impregnado el marco de la ventana, el tocador, incluso una de las cortinas del dosel de la cama, que estaba ligeramente entreabierta.
Le dio caza.
Vio la senda que había seguido por la pared del palacio, las ramitas rotas de enredadera que había usado para trepar y luego bajar. En algunas partes, las ramas eran gruesas como su muñeca. Vio dónde habían sostenido el peso del ladrón y dónde no y casi se había caído. Salió y siguió el rastro has ta su guarida. 
Uno podría decir que, en cuanto la joven cruzó el umbral, el ladrón supo lo que sostenía con fuerza en el puño. Uno podría decir que debería haberlo sabido mucho antes. El corazón se estremeció en su fría cajita blanca. Retumbó dentro de su mano. Al muchacho se le ocurrió que la porcelana (sedosa, de tono cremoso, tan delicada que lo enfureció) podría hacerse añicos. Entonces se encontraría con un puñado de fragmentos ensangrentados. Pero no la soltó. Uno podría imaginarse lo que sintió al verla erguirse en la destartalada puerta, plantar los pies en el suelo de tierra, iluminar la habitación como si fuera una terrible llama. Uno podría hacer todo eso. Pero esta historia no va sobre él.
La dama vio al ladrón.
Vio lo poco que tenía.
Vio en sus ojos del color del hierro. Las pestañas oscuras, las cejas negras, más negras que su cabello. La adusta línea de la boca.
Entonces, si la dama hubiera sido sincera, habría admitido que antes, mientras yacía en la cama, había despertado durante tres latidos ( los había contado mientras resonaban con fuerza en la silenciosa habitación). Había visto la mano del ladrón sobre su corazón cubierto de blanco. Había vuelto a cerrar los ojos. Se había apoderado de ella una dulce somnolencia.
Pero la sinceridad requiere coraje. Mientras acorralaba al ladrón en su guarida, la joven descubrió que no estaba tan segura de sí misma. Solo estaba segura de una cosa. Algo que la hizo retroceder levemente. Alzó el mentón.
Su corazón latía con un ritmo inestable, que ambos podían escuchar cuando le dijo al ladrón que podía conservar lo que había robado.
Sueño de Kestrel

Olvidar supondría una bendición.
Después de todo, ¿qué había que recordar?
Kestrel

Olvidó el dolor, olvidó dónde estaba, olvidó quién había sido, olvidó que una vez le había dado miedo olvidar.
Kestrel

Haciendo caso omiso de las exclamaciones de asombro de su tripulación, Roshar saltó del bote al muelle. El bote se balanceó en el agua. El cachorro de tigre gruñó.
Arin se acercó al extremo del muelle, con los brazos cruzados sobre el pecho.
-¿Tenías que traer al tigre?
-Le he hecho pasar hambre durante el viaje solo por ti -contestó Roshar-. ¿Por qué no vas a darle un achuchón? Ha venido hasta aquí para verte. Lo mínimo que podrías hacer es darle de comer unos de tus brazos. ¿Demasiado? ¿Qué tal una mano? Unos dedos por lo menos. Arin, ¿dónde está tú hospitalidad?
Arin se echó a reír y abrazó a su amigo.
Arin y Roshar

La cabeza de Kestrel se inclinó hacia atrás. Seguía dormida. Una parte de su ser le advirtió que iba a tener que abofetearla, que debía despertarla como fuera, y luego otra parte rehuyó esa idea. No lo haría, nunca podría, mataría a quien osara hacerlo.
Arin

Aunque resultaba perturbador desconocer tantas cosas, algo agazapado en su interior le advertía que sería mucho peor recordar.
Kestrel

Se preguntó si eso era lo que significaba haber nacido en el año del dios de la muerte: verlo todo profanado.
Arin

Cuando regresó a la fragua, el fuego se había apagado hace rato. Volvió a encenderlo y atizó las llamas. A continuación, introdujo la espada de su padre en el fuego, la calentó hasta que se volvió maleable y la colocó contra el yunque. Partió la hoja. Su mente estaba en calma mientras la recortaba. y algo nuevo se formaba bajo sus manos. Acero plegado, capa sobre capa. Soldadas en la fragua. Más corta, más delgada. Resistente y curvada. Modificó la empuñadura. Le dio forma a la hoja y la afiló. Hizo todo lo posible para que la daga de Kestrel fuera su mejor trabajo.
Arin

Mientras lo escuchaba hablar, a Kestrel se le ocurrió que tal vez él también se sintiera como dos personas, que tal vez le sucede lo mismo a todo el mundo, y que no se trata de si uno ha sufrido daño, sino de lo fácil o difícil que es ver esos daños.
Kestrel

-Yo no elegí olvidar -repuso.
Él alzó la comisura de la boca. No se trataba de una sonrisa falsa, pero tampoco del todo sincera. Habló con despreocupación como si les hubieran gastado una broma a ambos:
-Yo no elijo recordar.
Kestrel y Arin

Se hizo el silencio. Kestrel dijo despacio:
-Hice todo eso por ti.
Él se sonrojó.
-Puede que tuvieras otras razones.
-Esa es la que a ti te importa.
-Sí.
Kestrel y Arin

Aunque no tuvieras ninguna razón, el miedo no es una estupidez. Yo también me asusto a veces.
Arin

-Entonces, ¿a que le tienes miedo?
-A las arañas -contestó con tono serio.
Ella le dio un codazo.
-Ay.
Kestrel resopló.
-Arañas.
-O esas cosas con miles de patas. -Se estremeció-. Por todos los dioses.
Ella soltó una carcajada.
Arin añadió en voz baja:
-He tenido miedo cuando he ido a las caballerizas y he visto que Jabalina no estaba.
Kestrel volvió la cabeza, sorprendida, y alcanzó a verle la línea de la mandíbula y las sombras del cuello. Volvió a posar la mirada en el camino. Comentó con tono de broma:
-¿Más que a las arañas?
-Ah, mucho más.
-Si huyera, no llegaría muy lejos.
-Por experiencia, sé que es muy mala idea subestimarte.
-Pero no has intentado alcanzarme.
-No.
-Querias hacerlo.
-Sí.
-¿Qué te lo ha impedido?
-El miedo a lo que implicaría no confiar en ti. He ensillado un caballo. Estaba a punto de salir… pero he pensado que si lo hacía no sería más que otra clase de carcelero para ti.
Esas palabras le provocaron una sensación extraña a Kestrel.
Arin cambió de tono. Ahora tenía un aire travieso.
-Además, resultas un poco intimidante.
-Claro que no.
-Ah, sí. Me pareció que no te gustaría que te siguiera. He visto lo que le pasa a la gente que te contraría. Y ahora que sabes cuál es mi debilidad, me meterás arañas por el cuello de la camisa si te hago enfadar y mi vida será muy dura.
Kestrel y Arin

A veces una verdad te oprime con tal fuerza que no puedes respirar.
Arin

Pensó que todo el mundo debería poseer algo preciado que atesorar con todo el corazón, saber que te pertenecía de manera indiscutible.
Arin

Kestrel se colgó el cesto del brazo.
-Tengo que irme. La cocinera necesita estos ingredientes. -La mortificó oír que se le quebraba la voz.
A Arin le cambió el semblante.
-Kestrel, perdóname.
-No hay nada que perdonar.
-Lo siento.
-No me importa.
Él negó con la cabeza, sin dejar de mirarla a los ojos. Ahora parecía otro, mudo de sorpresa, esperanzado por una idea nueva. Le rozó la mejilla con los dedos, siguiendo el rastro de una lágrima.
-Pero sí te importa -dijo, asombrado.
Kestrel se apartó.
-Espera.
Ella continuó dándole la espalda mientras se alejaba con paso presuroso, con el cesto golpeándole  contra la cadera.
-No me sigas. - Se pasó la muñeca sucia por la cara y oyó el espantoso sonido de su respiración al escapar entre sus labios-. No volveré a hablarte si me sigues.
No la siguió.
Kestrel y Arin

 La añoró; la recordó y la añoró al mismo tiempo, lo que la llevó a preguntarse si el recuerdo supondría siempre una especie de añoranza.
Kestrel

Arin levantó la mirada desde su asiento. Sus dedos se tensaron alrededor del vaso que sostenía en la mano. Se quedó mirándola.
Kestrel se ruborizó al comprender que había olvidado ponerse una bata sobre el fino camisón.
¿O no lo había olvidado? ¿Acaso no había decidido, con demasiada premura como para meditarlo, que eso era justo lo que quería? Bajó la mirada hacia el dobladillo de la prenda, que le llegaba justo debajo de las rodillas. La tela era transparente como mantequilla fundida. Su rubor se intensificó. Vio la expresión que tenía Arin en el rostro.
Él apartó la mirada.
-¡Por todos los dioses! -exclamó, y dio un trago.
-Exacto.
Eso hizo que volviera a mirarla. Arin tragó saliva, hizo una mueca y respondió:
-Es posible que haya perdido la capacidad de formar pensamientos coherentes, pero no tengo ni idea de a qué te refieres.
-Esos dioses tuyos.
Él tenía las cejas enarcadas y los ojos muy abiertos. El vaso que sujetaba con la mano era grueso y contenía un dedo de un líquido verde oscuro. Parecía sangre de hojas. Arin carraspeó. Dijo con voz ronca:
-¿Sí?
-¿Les rezabas?
-Kestrel, les estoy rezando ahora mismo. Fervientemente, de hecho.
Ella negó con la cabeza.
-¿Le rezabas a tu -rebuscó en su memoria- dios de las almas?
Estaba dispuesta a creer en una razón sobrenatural. Eso explicaría el poder que tenía ese hombre sobre ella.
Arin tosió y luego dejó escapar una carcajada breve y áspera.
-Ese dios no me escucha. -Depositó el vaso sobre la mesa, junto a la jarra. Se quedó pensando un momento. Entonces añadió con un tono nuevo y lento-: Salvo tal vez ahora.
Kestrel y Arin

Arin vaciló.
-Me da miedo decírtelo.
-Quiero oírlo.
-Puede que te marches.
-No me iré.
Él siguió sin hablar.
-Te doy mi palabra.
-Le dije que te pertenezco a ti, y a nadie más. Le dije que lo sentía.
Kestrel y Arin

Meditó de nuevo sobre aquel tema: la forma en la que la mente y el cuerpo poseen diferentes grupos de recuerdos que no siempre son conscientes el uno del otro.
Kestrel

Él la había dejado escapar, había elegido ofrecerle la libertad y enfrentarse a su probable perdición simplemente porque no soportaba la idea de obligarla a quedarse.
Arin

Otra persona había organizado minuciosamente esos cuadernos. No había sido ella. No había sido un valoriano.
Oyó el recuerdo de la voz de Arin: <<La sala de música no me interesa lo más mínimo>>
No había sido verdad entonces. Ni era verdad ahora.
Ahora comprendía qué le había impedido abandonar la villa. Había sido una tenue idea a medio formar, que todavía le flotaba por la mente. <<Ya sabes dónde has notado antes ese olor demasiado limpio. A naranja, vinagre y jabón de sosa.>>
Arin. Fue cuando ella estaba dolorida y maltrecha y adormilada y él dormía en una silla junto a su cama en los aposentos que le habían pertenecido a su madre. Él se había despertado. <<Vuelve a dormirte>>, le había murmurado. Había notado un olor extraño en él. Un penetrante aroma ácido. A limpio, había pensado entonces. Demasiado limpio.
La suave luz dorada de la lámpara. El timbre bajo de la voz de Arin. El brillo de sus ojos. El lento silencio. Y luego el sueño.
Kestrel

- He estado pensando.
-Que los dioses nos amparen.
-Se me ha ocurrido que no tienes un rango oficial y que yo, como tu príncipe, podría asignarte uno. -Pronunció una palabra oriental que Arin no conocía-. ¿Y bien? ¿Servirá?
-Depende.
-¿De qué?
-De si esa palabra es un insulto horroroso y estás fingiendo que es un rango militar oficial.
-¡Que desconfiado! Arin, te he enseñado todas las palabrotas que me sé.
-Estoy seguro de que te has guardado unas cuantas, para casos como este.
Roshar dijo algo sobre cerdos y que Arin tenía afición por ciertas costumbres cuestionables.
El aludido se rio.
Arin y Roshar

Arin la sentó en su regazo. Abrazó su cuerpo tembloroso y hundió la cara en la curva del frío cuello de Kestrel mientras ella sollozaba contra él. Le murmuró que la quería más de lo que podía expresar con palabras. Le prometió que siempre la escogería primero a ella.
Arin

-Ya sé que quieres mantenerla a salvo para siempre, pero el mundo no es así.
Roshar

-Te he traído algo -anunció Kestrel mientras extendía la mano y dejaba caer un objeto redondo en la de él.
Lo reconoció al instante. Deslizó los dedos por la superficie firme y ligeramente rugosa.
-Una naranja.
-Encontré un árbol cerca del campamento y tomé todas las que pude. Regalé la mayoría. Pero se me ocurrió que podíamos compartir esta.
Arin se lanzó la naranja de una mano a la otra, admirándola.
Kestrel añadió:
-No sabía si te gustaban.
-Sí me gustan.
-¿Me lo habías dicho alguna vez? ¿Lo olvidé?
-Nunca te lo dije. En realidad… -La hizo girar en la palma de la mano-. Me encantan.
Habría jurado que la vio sonreír en la oscuridad.
-Entonces, ¿a qué estás esperando?
Kestrel y Arin

Le sostuvo la mirada a Arin. No interrumpió el contacto visual mientras él se movía con soltura sobre la silla. Su cuerpo se balanceaba ligeramente siguiendo el ritmo de los pasos del caballo. No estaba segura de si quería que él le hablara en ese momento. Su voz tenía el poder de hacer que recuerdos enteros cobraran vida. Incluso cuando guardaba silencio, ella era consciente del dúctil timbre de su voz: grave, lento, ronco, elegante… Claro, a veces tan cristalino que sus sentimientos se transparentaban y Kestrel se preguntaba cómo había logrado engañarla durante los primeros meses que pasó en su casa. Con una voz como esa. No debería haber sido posible.
Él estaba estudiándola. Eso también debería ser posible: la forma en la que su rostro pareció teñirse de una especie de asombro. Sorpresa. Cierta diversión.
Arin estiró la mano entre el estrecho espacio que los separaba. Le tocó la nariz un instante con un dedo cubierto de polvo.
-Te salen pecas cuando estás al sol -le dijo, y sonrió.
De pronto, Kestrel se sintió ligera y translúcida, como si ese momento estuviera recubierto de vidrio dorado.
Kestrel y Arin

Tal vez el amor fuera fácil, pensó.
Tal vez su pasado no fuera tan crucial como su presente, pensó.
Kestrel

-¿Lo ves? -dijo Roshar-. ¿A que ha sido divertido?
Arin parecía a punto de derribar al príncipe de su caballo.
Roshar y Arin

Arin levantó la vista cuando se acercó a él. Un árbol proyectaba su sombra sobre el montículo: un aran de hojas anchas y brillantes. Las sombras de las hojas moteaban el rostro de Arin, transformándolo en un entramado de sol y penumbra. A Kestrel le costó identificar su expresión. Reparó por primera vez en la forma en la que Arin mantenía el lado de su cara con la cicatriz fuera de su línea de visión. O, más bien, en lo que reparó por primera vez fue en cómo se había acostumbrado a hacer eso en su presencia… y lo que significaba.
Lo rodeó deliberadamente y se sentó de modo que tuviera que mirarla de frente o adoptar una postura incómoda que lo obligara a estirar el cuello.
Arin se volvió hacia ella. Enarcó las cejas, no tanto indicando diversión como que era consciente de que lo había estudiado y descifrado.
-Es la costumbre -dijo Arin, que sabía lo que ella había descubierto.
-Solo tienes esa costumbre conmigo.
No lo negó.
-Tu cicatriz no tiene importancia para mí.
La expresión de Arin se volvió sarcástica y meditabunda, como si estuviera escuchando una voz que solo él oía.
Kestrel trató de encontrar las palabras correctas, pues le preocupaba manejar mal la situación. Recordó haberse burlado de él en la sala de música del palacio imperial: <<Me pregunto qué crees que podría hacerme llegar a tales extremos por ti. ¿Será tu encanto? ¿Tus refinados modales? Tu aspecto no, desde luego>>.
-Tiene importancia porque te hace sufrir -prosiguió-. Pero no cambia como te veo. Eres muy guapo. Siempre me lo has parecido.
Incluso cuando no era consciente de ello, incluso en el mercado hacia casi un año. Y, luego, cuando comprendió su belleza. Y, de nuevo, cuando vio su rostro desgarrado, cosido, febril. En la tundra, cuando su belleza la había aterrado. Y ahora. También ahora. Kestrel sintió un nudo en la garganta.
Kestrel y Arin

Mi vigésimo día del nombre fue el día del Solsticio de Invierno. -El comienzo de un nuevo año herraní-. Pero tengo más edad según la forma de contar el tiempo de los valorianos. Nací casi dos estaciones enteras antes. Mi madre esperó para ponerme nombre. Estaba en su derecho, y los sacerdotes no se opusieron. El objetivo del día del nombre no es solo celebrar el nacimiento del bebé, sino también la recuperación de la madre. Cada mujer se recupera a un ritmo diferente, así que la madre decide cuándo será. Pero, el año que nací yo, todas las nuevas madres encontraron un motivo para aguardar hasta el cambio de año. Sabes cómo marcamos nosotros el tiempo, ¿no? Cada año le pertenece a un dios del panteón de los cien, y cada cien años representan una era. El signo de cada dios rige una vez cada cien años. Mi año… el año de mi nacimiento… le pertenecía al dios de la muerte.
Arin

-¿Tú harías lo mismo que hizo tu madre? ¿Retrasarías ponerle nombre a tu hijo para obtener el favor de un dios u otro?
Se produjo un silencio cargado de asombro.
-Mi hijo. -Arin tanteó las palabras, explorándolas.
Kestrel distinguió en su voz lo mismo que había visto en su rostro en la aldea mientras sostenía al bebé.
Contempló el árbol. Era un árbol. Una hoja, una hoja. Algunas cosas simplemente son lo que parecen. No tienen otro significado. No son como un dios, cuya influencia afecta a todo un año, o como una conversación, que representa lo que se dice y también todas las cosas que quedan sin decir.
El corazón de Kestrel latía a toda velocidad.
-No dependería de mí -contestó él al fin-. Sería decisión de mi mujer.
Kestrel lo miró a los ojos. Él le tocó la ardiente mejilla.
Un árbol no era un árbol. Una hoja no era una hoja. Kestrel comprendió lo que Arin dijo.
Kestrel y Arin

Kestrel entró en la tienda de Roshar.
-Necesito tu ayuda.
El príncipe se incorporó en la cama, parpadeando. Contestó con voz adormilada:
-Y yo necesito una puerta de verdad. Con una cerradura.
-Tengo una idea.
-No te conozco muy bien, y aun así oírte decir eso me preocupa mucho. Muchísimo.
Kestrel y Roshar

Pero comprendió que hay ciertas cosas que uno siente y otras que uno elige sentir, y que elegirlo no hace que el sentimiento sea menos válido.
Arin

-¿Confías en mí? -le preguntó ella.
Arin eligió.
-Sí.
Kestrel se acurrucó entre sus brazos. Él le agarró la trenza con suavidad. Arin sintió que se estaba ahogando. La superficie quedaba muy lejos. Había olvidado cómo se respiraba.
Entonces, sus pulmones se expandieron y notó la mente lúcida y en calma.
-Vuelve conmigo -murmuró Arin.
-Lo haré.
Kestrel y Arin

Pensó, fugazmente, que ese debía de ser el objetivo de la memoria: reconstruirte cuando perdías las piezas.
Kestrel

Arin bajaba por la empinada colina, resbalando sobre la hierba por las prisas pero manteniendo el equilibrio. Una brisa le agitaba el pelo y le hacía ondear la camisa. Cuando su descenso se transformó en una vertiginosa carrera, Kestrel se preguntó con ironía si el dios de la muerte sí velaría por él después de todo, o tal vez el dios de la elegancia o de las alturas o el de las cabras o cualquiera que le permitiera correr así y no tropezar con un montículo y bajar rodando. Parecía un tanto injusto.
Kestrel

-Ah.
-¿Qué pasa?
Arin alzó la cabeza y sonrió-
-No está tan mal.
Ella observó la sangre.
-Quiero decir -se apresuró a explicar Arin- que no necesitas puntos. Lo que es bueno. No es que no sea algo malo, para ti, ni que no duela ni…
Kestrel se rio.
-Arin, yo también me alegro de que no sea peor.
Kestrel y Arin

La áspera y cálida mano de Arin le rozó la cara interna del muslo. Ambos guardaron silencio.
Cuando la gasa se acabó, Arin introdujo el extremo entre las otras capas y lo anudó. Había terminado, pero no se movió. Tenía las bases de las manos apoyadas contra la rodilla de Kestrel, con las palmas pegadas a su piel, casi rozando el borde inferior de la gasa con los dedos.
-¿Mejor?
Kestrel notaba el cuerpo relajado y vibrante. No quería responder. Si lo hacía, él apartaría las manos.
-¿Kestrel?
-Sí -contestó a su pesar-. Estoy mejor.
Arin se quedó inmóvil. Fuera, las cigarras chirriaban y zumbaban. Sus ojos, que quedaban ocultos por las sombras, se encontraron con los de ella. Sus dedos se movieron por la piel de Kestrel de un modo que no tenía nada que ver con sanar, y fue como si le grabara líneas relucientes por el cuerpo.
Kestrel y Arin

-Quiero disponer de mejores elecciones.
-En ese caso, debemos crear un mundo en el que sean posibles.
Kestrel y Arin

Cuando Roshar vio fuera de su tienda a Kestrel al lado de Arin, con el pantalón desgarrado y con una sola pernera, en sus ojos apareció un brillo de diversión. Ella estaba convencida de que iba a decir que ya iba siendo hora de que Arin le arrancara la ropa. Entonces, Roshar haría algún comentario sobre la incapacidad de Arin de llegar hasta el final. (<<¿Solo una pernera? -se imaginó que exclamaría el príncipe-. ¡Mira que eres vago Arin!>>) o sobre su pintoresco pudor (<<¡Qué cándido eres!>>). Quizá le daría el pésame a Kestrel por la muerte parcial de sus pantalones. O le preguntaría si había acabado herida a propósito.
Kestrel se sonrojó.
Kestrel

-Podrías invitarla a sentarse -propuso Arin.
-Ah, pero es que solo tengo dos sillas en mi tienda, pequeño herraní, y somos tres. Bueno, supongo que ella podría sentarse en tu regazo.
Arin lo fulminó con la mirada y lo hizo a un lado para entrar en la tienda.
-Podría haber dicho algo mucho peor -protestó Roshar.
-No digas nada -le advirtió Kestrel.
-Eso no sería propio de mí.
Kestrel, Arin y Roshar

Arin la inspeccionó… sorprendido, complacido.
-La cuidas bien.
Kestrel recuperó la daga.
-Por supuesto que sí. -Su voz sonó áspera, brusca.
Él se quedó mirándola.
-Sí, claro -respondió con amabilidad-. ¿Hay un dicho sobre eso? <<Un Valoriano siempre pule su arma.>>  Algo por el estilo.
-La cuido -dijo Kestrel, sintiéndose de pronto abatida y enfadada a la vez-, porque la hiciste para mí.
Kestrel y Arin

Kestrel chasqueó los dientes: un sonido que empleaban los orientales para indicar irritación.
-Aprendiste eso de mí -dijo el príncipe, satisfecho-. Ahora, dime la verdad. ¿Marcaste las cartas?
-Yo nunca hago trampas -respondió Kestrel con frialdad.
-No podemos talar los árboles -sentenció Arin.
-Concéntrate -le indicó ella al príncipe mientras recogía la carta que él había descartado.
-Para que quede claro, te estoy dejando ganar. Siempre te dejo ganar.
Kestrel, Arin y Roshar

-Quieres matarme -había protestado Roshar-. De una manera bochornosa. Un príncipe encuentra la muerte en batalla. No lo espachurra un árbol al caer. Apuesto a que has atado mal esas cosas.
Una sonrisa tiró de la comisura de la boca de Arin. En el aire flotaba una nube de serrín.
-Después de todo -le dijo a Kestrel-, no permitiría que un árbol te hiriera.
-A mi -apuntó Roshar de manera enfática-. Quieres decir a mi.
Pero Arin ya se había marchado.
Arin y Roshar

Los ojos de Arin tenían un aire melancólico. Una mirada lejana e ilegible que le provocó un escalofrío a Kestrel por la espalda. Que la llevó a preguntarse si el dios de Arin sería real después de todo. Si estaría ahora mismo dentro de él, susurrándole.
Kestrel

Una mano lo agarró del brazo y lo apartó de la trayectoria de un caballo a la carga. Arin se volvió.
No había nadie.
Cuerpos y sangre. Y entonces… una misteriosa energía le fluyó por las venas.
Arin

Kestrel vio cómo los soldados herraníes atraían a Arin para que cabalgara con ellos en el centro de la columna. Le pedían que observara el andar de un caballo rebelde. O dejaban una historia a medias, a modo de reto: termínala, Arin, ¿porqué no la terminas… si puedes? A veces le hacían una pregunta: ¿seguro que no estaba emparentado con la familia real herraní? Eso lo ponía nervioso y, como casi siempre lo hacía embarcarse en largas explicaciones y rotundas negativas, era la estratagema más común para mantenerlo junto a ellos.
Kestrel

Kestrel podría decir que había aprendido que la vida de uno también es la vida de otros. Que una injusticia no es un huevo, aislado y sellado. Podría decir que entendía la injusticia de ignorar una injusticia. Podría decir todo esto, pero la verdad es que debería haberlo aprendido hacía mucho tiempo.
Kestrel


-¿En qué estás pensando?
Kestrel no se decidía a hablar.
Arin se puso de pie y se acercó a ella.
-¿Cómo fueron las cosas para ti, después de la conquista?
-No estoy seguro de que quieras saberlo.
-Quiero saberlo todo de ti.
Así que Arin se lo contó.
Las estrellas también parecieron escuchar su relato.
Kestrel y Arin

Para ella, fue como si esa sonrisa se volviera suya. Y también el secreto. El propio día: el satinado cielo, una pluma amarilla moteada que descendió en espiral arrastrada por la brisa y se enganchó en la crin de Jabalina. Kestrel retuvo todo eso en su interior igual que una joya retiene la luz.
Kestrel

-Tal vez deberíamos regresar -dijo Arin, pero eso no era lo que quería Una mueca de desgana se dibujaba en su boca. Se mojó el pulgar con la lengua y limpió un azulejo, sin levantar la mirada. El sol jugueteó con su pelo revuelto. Un ancho rayo de luz le iluminó el puente de la nariz, calentándole el cuello y los hombros. Arin se movió y el sol le dio de lleno en la cara.
Kestrel notaba las extremidades ligeras, como si tuviera miedo. La sangre parecía flotarle por las venas.
-Todavía no -contestó, y vio la repentina felicidad que invadió a Arin.
Kestrel y Arin

Kestrel sintió que cada fragmento de su ser encajaba en su sitio, formando la imagen de un mundo perdido. Del niño descubriéndolo. De la niña que lo ve destellar y brillar y entiende, ahora, lo que siente. Que comprende que ya hace mucho tiempo que siente eso.
Kestrel

Arin se preguntó si algo puede ser tan difícil de decir que se vuelve difícil incluso decir que es difícil.
Arin

-Él nos cambió a ambos. -Parecía costarle encontrar las palabras-. Pienso en ti, en todo lo que perdiste, en quién eras, en quién te obligaron a ser, y qué podrías haber sido, y yo
-Kestrel -repuso él con dulzura-, yo amo a esta persona.
Kestrel y Arin

-Historias -soltó ella de pronto-. El mosaico contaba historias, ¿verdad?
-Sí, muy antiguas.
-Voy a contártelas.
Arin entreabrió los ojos. No recordaba haberlos cerrado.
-¿Conoces esos relatos?
-Sí.
Pero no era verdad. Quedó claro en cuanto empezó a hablar. Conocía fragmentos sueltos que fue juntando sobre la marcha de formas que lo habrían hecho sonreír si no le doliera sonreír.
-Tú -murmuró- eres una farsante.
-No me interrumpas.
La mayor parte era pura invención. Kestrel se acordaba de las imágenes: Arin se alegró al comprobar lo vívidamente que recordaba los detalles del suelo del templo. Qué dios se enroscaba alrededor de cuál o cómo la lengua de la serpiente se dividía en tres. Pero las historias que le contó tenían poco que ver con la religión de los herraníes. A veces, ni siquiera tenían sentido.
-Hazlo otra vez -le pidió Arin-, cuando tenga fuerzas para reírme. 
-¿Lo hago tan mal?
-Hum. Puede que no. Para ser valoriana.
Kestrel y Arin

… ¿Cuándo había apoyado ella de nuevo la mejilla contra su corazón? El pecho de Arin subió y bajó.
-Arin…
-Ya lo se. No debería dormirme. Pero es que estoy tan cansado…
Kestrel lo amenazó. Pero él no oyó la frase completa.
-Acuéstate a mi lado -murmuró. Le preocupaba que estuviera arrodillada en el suelo.
-Prométeme que no te vas a dormir.
-Te lo prometo.
Pero no lo dijo en serio. Sabía lo que ocurriría. Kestrel se acomodó a su lado. Todo se volvió demasiado blando, demasiado oscuro, demasiado sedoso. El sueño lo arrastró. Arin suspiró y se dejó llevar.
Kestrel y Arin

-¿Dónde has estado?
Él se pasó una mano por el pelo mojado y se miró la camisa húmeda. Arin olía a jabón.
-Pues…
-¿Te has dado un baño?
-<<Baño>> hace que un frío arroyo suene tan glamuroso…
-¿En la oscuridad?
-Hay luna.
-Estaba a punto de hacer que Roshar me ayudara a encontrarte.
-Ah, me he cruzado con él. Me ha mandado aquí… enérgicamente. -Arin enarcó las cejas, impresionado-. Lo ha expresado de una forma muy creativa.
Arin y Kestrel

-¿Qué pasa, puñitos? Tanto tú como Roshar estáis enfadados. Lo único que he hecho es recibir un golpe en la cabeza.
-Y dormir. Y cabalgar. Y bañarte.
-Bueno, estaba asqueroso.
Arin y Kestrel

Arin guardó silencio. Kestrel le apoyó el pulgar en el hueco entre las clavículas. Notó que el pulso le daba un brinco, y el de ella respondió. Se le aceleró, fue como si se le escapara de las manos, y ya nunca podría atrapar a su corazón, nunca podría inmovilizarlo, nunca podría mantenerlo a salvo.
Kestrel no quería mantener su corazón a salvo.
Kestrel
-¿Por qué no puedes ver que hay gente que te aprecia? -le dijo.
>>Yo te aprecio -le dijo.
-Ya lo sé. Pero… -Él le examinó el rostro-. Cualquiera sentiría lo mismo por un amigo.
-Eres más que un amigo.
-En el campo de batalla, te quedaste…
-Por supuesto que sí.
-Posees un gran sentido del honor. Siempre ha sido así. Creo que piensas que me debes algo.
-Me quedé porque te quiero.
Arin se estremeció y apartó la mirada.
-No lo dices en serio.
-Claro que sí.
Fuera, la noche pareció hincharse contra la tienda. El farol olía como una piedra caliente. El rostro de Arin se fue relajando poco a poco. Tocó la mano que ella apretaba contra su corazón. Fue una caricia ligera, secreta, casi como si no estuviera seguro de aquellos nudillos, de los finos tendones fuertes como hueso. Entonces, Kestrel notó que ya estaba seguro.
No se oyó ningún sonido cuando la besó. Ni cuando ella le desenhebró las cintas de la camisa y localizó su piel.
Kestrel y Arin

Más tarde, cuando estaban relajados, Arin bajó la mirada hacía donde ella yacía. Estirado a su lado, se incorporó sobre un codo.
-Creo que no estoy despierto. -Las puntas de sus dedos flotaron sobre ella: nariz, pestañas, trenza enmarañada, hombro-. Eres tan guapa…
Kestrel sonrío.
-Cómo tú.
Arin tosió con escepticismo y arrugó la cara. Encontró la punta de la trenza y le rozó la mejilla con ella como si fuera un pincel.
-Es cierto -insistió Kestrel-. Nunca me crees cuando lo digo.
La mecha del farol silbó y el aceite chisporroteó. Se apagaría pronto.
-Me encantan tus ojos -le aseguró-. Desde el principio.
-Son normales y corrientes.
-No, ni hablar. -Le recorrió la cicatriz de la cara-. Esto. -Él se estremeció-. Me encanta esto. -Le mordió la mandíbula-. Y esto. -Siguió tocándolo.
-¿En serio?
-Sí.
-Esto también. -No era exactamente una pregunta.
-Eso también.
Kestrel sintió que la risa lo recorría, y también algo más, más sosegado e intenso.
-Tu boca -añadió ella- no está mal.
-¿No está mal?
-Es bastante tolerable.
Él enarcó una ceja.
-Te lo demostraré.
Dejaron de hablar.
Kestrel y Arin


Por la mañana. Cuando Roshar les vio la cara, puso los ojos en blanco.
-Quiero que me devolváis mi tienda -exigió.
Kestrel soltó una carcajada.
Roshar

Arin se apartó de su caballo, sacudiéndose de las manos la tierra de los cascos del animal. Cuando se acercó a ella, Kestrel se sintió como si hubiera entrado en casa, después de estar fuera al frío, y se hubiera situado junto a un fuego. Arin tocó la daga que ella llevaba a la cadera y pasó el pulgar sobre el símbolo de la empuñadura: el círculo dentro de otro círculo.
-El dios de las almas -dijo Kestrel-. Ese es su símbolo.
-La diosa -la corrigió con suavidad.
Kestrel no estaba segura de cuánto tiempo hacía que sabía lo que significaba aquel símbolo. Puede que mucho. O puede que apenas se hubiera dado cuenta la noche anterior. Era la clase de revelación que, una vez que hace acto de presencia, parece haber estado ahí desde siempre.
La expresión de Arin reflejaba dulzura y embeleso y perplejidad.
-¿Te sientes diferente? Yo sí.
-Sí -susurró ella.
Arin sonrió.
-Es raro.
Sí, lo era.
-Podríamos llegar a Lerralen al anochecer -sugirió Kestrel-, si forzamos a los caballos. ¿Vendrás conmigo?
-Ay, Kestrel, no hace falta que me preguntes eso, nunca.
Kestrel y Arin


-Deberíamos esperar a que salga la luna -dijo Kestrel-, antes de bajar al campamento.
-¿Y qué hacemos mientras esperamos? -murmuró él.
Ella se llevó los dedos de Arin a los labios para que pudiera notar que sonreía.
La mano de él se deslizó a lo largo de su trenza y jugueteó con la tira de cuero que la ataba. Deshizo el nudo. El sonido que produjo al soltarse fue tan suave como un suspiro. Arin le destrenzó el cabello y la acercó a él.
Kestrel y Arin

… Le deslizó una mano bajo la túnica para tocarle la espalda desnuda y luego se detuvo.
-¿Te parece bien?
Kestrel quiso explicarle que había pensado que nunca soportaría que nadie le tocara la espalda llena de cicatrices, que debería repugnarlo y a ella también. Sin embargo, sus cicatrices la hicieron sentir suave y renovada.
-Sí.
Arin le levantó la camisa, buscando las marcas de los latigazos, siguiéndolas con los dedos. Ella se permitió sentirlo, y se estremeció, y dejó la mente en blanco. Pero una tensión fue aumentando. Él permanecía inmóvil, a excepción de la mano.
-¿Qué pasa?
-Tu vida habría sido más fácil si te hubieras casado con el príncipe valoriano.
Kestrel se incorporó para poder mirarlo a la cara. Ambos estaban impregnados de olor a pólvora. La piel de Arin olía como una vela recién apagada.
-Pero no mejor -contestó ella.
Kestrel y Arin

-Kestrel…
Ella parpadeó y entonces se fijó en la expresión dolida de la boca de Arin.
-Cuéntamelo -le pidió él.
Kestrel empezó a hablar, pero él la interrumpió enseguida
-Sin engaños.
-Ni se me ocurriría.
-Otra vez no. Después de todo. No me ocultes cosas.
-Arin, para querer que te cuente algo, te las estás arreglando muy bien para impedirme hablar.
-Ah. -Le dirigió una mirada compungida mientras se restregaba los ojos con el pulgar y el índice-. Perdona.
Kestrel y Arin

Kestrel le tocó la mejilla.
-La lluvia nos conviene.
-Ven aquí.
Kestrel sabía a lluvia: fresca, pura y dulce. Su boca se caldeó mientras él la besaba. Arin notó cómo se le pegaba la ropa a la piel. Perdió el control.
Ella murmuró:
-Tengo algo para ti.
-No hace falta que me des nada.
-No es un regalo. Es para que lo pongas a buen recaudo hasta que yo regrese. -Le colocó una pluma amarilla moteada en la palma de la mano.
La lluvia formaba una cortina tras Kestrel.
Kestrel y Arin


Cuando su espalda rajó a un enemigo, Arin pensó que no habría escogido a ningún otro dios para que lo gobernara, que ninguno de los cien podría complacerlo tanto.
<<Un regalo>>, pensó.
<<Esto no es nada -dijo la muerte-. ¿Acaso no te hice una promesa? ¿Acaso no me has sido leal, con la esperanza de  que llegara este preciso momento? Mira, mira lo que tengo para ti.>>
Arin miró.
A apenas unos cuantos pasos de distancia, sin caballo, sin yelmo, estaba el general Trajan.
Arin y Dios de la Muerte

Arin era un niño, un esclavo, un adulto, libre. Era todo al mismo tiempo… y también algo más. Lo comprendió entonces, mientras hacía descender la espalda hacia la garganta del general.
El dios de la muerte no lo había bendecido.
Arin era el dios.
Pero se detuvo.
Arrepentimiento no era la palabra adecuada para lo que sintió a continuación. Incredulidad, quizás. A veces, incluso años después de la guerra, se despertaría bruscamente, sudando, atrapado todavía en la pesadilla donde había asesinado al padre de la mujer que amaba.
<<Pero no lo hiciste>>, le diría ella.
<<No lo hiciste.
>>Cuéntamelo. Dilo otra vez. Cuéntame qué hiciste .>>
Y el se lo contaría, temblando.
Kestrel y Arin

Kestrel siguió preguntando hasta que notó que la voz se le quebraba y pensó que Risha se había equivocado cuando dijo que el perdón era como el barro, como si pudiera adquirir cualquier forma que necesitaras.
Era duro, era roca.
Kestrel

Kestrel pensó que tal vez había estado equivocada, y Risha también, sobre el perdón, que no era barro ni roca sino que se parecía más a las flotantes esporas blancas. Se soltaban de los árboles cuando estaban listas. Eran suaves al acto, pero había que dejarlas ir, de modo que pudieran encontrar un lugar en el que sembrarse y crecer.
Kestrel

… mientras Kestrel le sonreía sobre el lomo de Jabalina, con un pétalo rosado adherido a la mejilla, se le ocurrió que quizás iba a tener que acostumbrarse a la felicidad, porque quizá esta vez no lo abandonaría.
Arin

-No te preocupes. Encontrarán las palabras adecuadas para describirte.
-Y a ti.
-Oh, eso es fácil.
-¿En serio? -Le parecía imposible nombrar todo lo que ella representaba para él.
La expresión de Kestrel se volvió seria, luminosa. A Arin le encantaba verla así.
-Dirán que soy tuya, igual que tú eres mío.
Kestrel y Arin

Al entrar en la cocina principal, encontró al príncipe soltándole una diatriba a la jefa de la cocina, que miró a Arin con los ojos entrecerrados, como una mezcla de impaciencia y resignación.
-Ahí estás. -A Roshar se le iluminó el rostro-. Necesito tu ayuda, Arin.
-¿Para preparar carne?
-Es muy importante. Tienes que recalcarle esa importancia a tu cocinera aquí presente. El destino de las relaciones políticas entre mi país y el tuyo pende de un hilo.
-Por la carne.
-Es para su tigre -intervino la cocinera.
Arin se llevó las manos a la cara y apretó los ojos.
-Tu tigre.
-Es muy exigente -contestó Roshar.
-No puedes llevar el tigre al banquete.
-El pequeño Arin me ha echado de menos. No pienso separarme de él.
-¿Te plantearías cambiarle el nombre?
-No.
-¿Y si te lo suplicara?
-Ni hablar.
-Roshar, el tigre ha crecido.
-Y es un muchachote adorable.
-No puedes meterlo en un salón con cientos de personas.
-Se portará bien. Posee el porte y los modales de un príncipe.
-Oh, ¿como tú?
-Tu tono me ofende.
-No estoy seguro de que puedas controlarlo.
-¿Acaso no ha sido siempre la más dulce de las criaturas? ¿Le negarías a tu tocayo la oportunidad de ser testigo de nuestra victoriosa celebración? Y, por supuesto, la imagen de Kestrel y tú: uno al lado del otro, herraní y valoriana, un amor para toda la eternidad. ¡Se escribirán canciones sobre ello, Arin!  Sobre cómo os casaréis y haréis bebes…
-Por todos los dioses, Roshar, cierra el pico.
Arin, Roshar y cocinera

-He luchado por Arin, he sangrado por él. Lo llevo en el corazón. Incluso le he puesto su nombre a mi tigre… un honor considerable. Y, sin embargo, tenemos un problema. Arin de Herrán no fue siempre mi amigo, y en una ocasión cometió un delito contra mi persona que hizo que mi reina me concediera el control de todo lo que posee: su vida, sus pertenencias y, puesto que decís que le pertenece, su país. Se me ha dicho que despoje a Arin de aquello que me corresponde. Se me ha dicho que es mío por ley. ¿Debo hacerlo? Sí. ¿Mi gente apoyará mí reivindicación, mediante el uso de la fuerza si es necesario? Sí. ¿La admiración de mi reina por mí aumentará? Oh, desde luego. Así debo hacerlo. 
>>No, Arin. Siéntate. De lo contrario, te pondrás en ridículo, y esa labor me corresponde a mí. Veo que la comida de mi tigre ha llegado. Eh, tú. Sí, tú. El de la fuente. Tráela.
Kestrel se rio. Arin sintió más que vio que ella se había relajado a su lado, que resplandecía de júbilo. Arin se recostó en su silla, porque ahora él también entendía el juego que se traía Roshar. Quiso suspirar de alivio. Quiso estrangular al príncipe.
Y darle las gracias.
-Eso es. -Roshar señaló la fuente con una floritura de la mano-. La comida de Arin el tigre. Puesto que se me ha ordenado que le arrebate a Arin lo que le pertenece a Arin, eso haré. -Regresó a su asiento, fuente en mano, y comenzó a cortar la carne. Probó un bocado-. Hum. Esto está estupendo. Muy bien hecho. Ahora, en cuanto a lo que le pertenece a Arin el humano, renuncio a toda reivindicación a ello. Nada suyo fue nunca mío, no lo será. Lo que le pertenece, defiendo su derecho a conservarlo, por el amor que siento por él, y él por mí. -Miró directamente a la reina mientras comía-. Esto está delicioso. Justo como me gusta.
La reina esbozó una sonrisa forzada.
-Oh, ¿puede traer alguien otro trozo de lomo? Crudo, por favor. Mi tigre tiene hambre.
Roshar 

El dios de la muerte guardaba silencio. No se había marchado. Habitaba dentro de Arin, pero cómodamente, como si existiera una especie de afinidad entre ellos. Arin andaba en compañía de la muerte, pero la muerte no era lo único que vivía en su interior.
Había una chica en su corazón. En su casa.
Esperándolo.
Arin

Arin tardó un aterciopelado momento en comprender que eso era real. El aire estaba en calma. Un insecto batía sus alas transparentes. Kestrel le apartó el pelo de la frente. Ahora estaba completamente despierto.
-Parecías tan relajado durmiendo… -comentó ella.
-Estaba soñando. -Le rozó la suave boca.
-¿Con qué?
-Acércate más, y te lo contaré.
Pero se le olvidó. La besó y se perdió en la exquisita sensación de cómo su piel se volvió demasiado tirante para su cuerpo. Así que le murmuró otras cosas. Un secreto, un deseo, una promesa. Una historia, a su manera.
Kestrel hundió los dedos en la verde tierra.
Kestrel y Arin

Entones se fijó en que Arin tenía las uñas negras y que no dejaba de llevarse la mano al bolsillo como si quisiera asegurarse de que algo seguía allí.
Kestrel se había propuesto no hacer conjeturas. Pero nunca podía evitar hacer conjeturas. Una cálida sonrisa le iluminó el rostro.
Arin cerró los ojos fingiendo disgusto.
-Por todos los dioses. ¿es que no puedo ocultarte nada?
-Ha sido sin querer.
-Qué ladina eres. Pero no voy a dártelo todavía. Es para Ninarrith.
El tiempo pareció fluir de manera extraña, como si el anillo ya estuviera en su dedo meñique, el más vulnerable.
-Es sencillo -se había apresurado a aclarar Arin.
-Me encantará.
-¿Te lo pondrás?
-Sí.
-¿Siempre?
-Sí -le había asegurado ella-, si me enseñas a hacer otro para ti.
Kestrel le dedicó una última caricia al caballo. Era plena noche. Salió de las caballerizas. El brillo de las luciérnagas salpicaba la oscura hierba.
Pensó en la expresión de Arin cuando le preguntó si le enseñaría a forjar un anillo para él, y toda la conversación relució en su interior como una de aquellas luciérnagas. Al observarlas, casi se podría pensar que una luciérnaga deja de existir con un titileo, luego cobra vida, desaparece de nuevo, regresa… Que, cuando no está iluminada, no está ahí siquiera.
Pero lo está.
Kestrel y Arin

Arin se recostó en la cama, apoyándose en un codo.
-Se me ha ocurrido que hay algo que no hemos hecho nunca.
Los pensamientos de Kestrel regresaron de golpe. Lo miró enarcando una ceja.
Él se acercó para susurrarle al oído.
-Sí -contestó ella con una carcajada-. Hagámoslo.
-¿Ahora?
-Ahora.
Así que tomaron sus batas y la lámpara que había junto a la cama y recorrieron descalzos los aposentos de Arin, con cierta premura, y luego atravesaron la silenciosa casa, reprimiendo una risita. No podían mirarse a la cara; una desenfrenada y ruidosa alegría amenazaba con liberarse si lo hacían. Descendieron por la escalera y entraron en la salita.
Cerraron la puerta tras ellos, pero aun así…
-Vamos a despertar a toda la casa -dijo Kestrel.
-¿Cómo deberíamos hacerlo?
Ella lo condujo hacia el piano.
-Fácil.
Arin apoyó la palma de la mano sobre el instrumento como si ya notara las vibraciones de la música. Carraspeó.
-Ahora que lo pienso, estoy un poco nervioso.
-Ya has cantado para mí antes.
-No es lo mismo.
-Arin. He querido hacer esto desde hace mucho tiempo.
Sus palabras lo silenciaron, lo tranquilizaron.
La expectativa se propagó dentro de Kestrel como la fragancia de un jardín bajo la lluvia. Se sentó ante el piano, rozando las teclas.
-¿Listo?
Él sonrió.
-Toca.
Kestrel y Arin

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