Frases La maldición del ganador

¿No es eso lo que consiguen las historias, que lo real sea falso y lo falso, real?
Kestrel

Entonces la miró, y Kestrel se sorprendió tanto que dejó caer una mano sobre las teclas provocando un sonido muy poco musical.
Arin sonrío. Fue una sonrisa sincera, lo que le reveló que todas las demás que le había dedicado no lo habían sido.
Kestrel y Arin


Pasó un rato antes de que oyera un galope a su espalda. Entonces, disminuyó la velocidad y, de manera instintiva, hizo que Jabalina se volviera para ver cómo un caballo y un jinete se acercaban a toda velocidad por el sendero.
Arin frenó y se situó a su lado. Los caballos relincharon. Arin la miró y notó la sonrisa que no podía disimular. El rostro del esclavo parecía reflejar a partes iguales frustración y diversión.
-No sabes mentir -le dijo Kestrel.
Él soltó una carcajada.
Entonces le constó mirarlo, así que bajó la vista hacia el semental que montaba. Abrió los ojos como platos.
-¿Has escogido precisamente ese caballo?
-Es el mejor -contestó él con seriedad.
-Es el de mi padre.
-No se lo tendré en cuenta al pobre animal.
Ahora le tocó a ella reírse.
Kestrel y Arin

<<En tus sueños, nada puede hacerte daño>>
General Trajan

Tardó un rato en darse cuenta de que estaba tarareando una melodía sombría. Por una vez, no se detuvo. La presión de la canción era demasiado fuerte y la necesidad de distracción, demasiado grande. Entonces descubrió que la música atrapada tras sus dientes apretados era la melodía que Kestrel había tocado para él meses atrás. La notó, suave y viva, en la boca.
Por un momento, se imaginó que no era la melodía lo que rozaba sus labios, sino Kestrel.
Arin

-Normalmente me peina Lirah -murmuró.
Oyó que Arin inhalaba como si fuera a hablar, pero no lo hizo. Luego dijo en voz baja:
-Podría hacerlo yo.
-¿Qué?
-Podría trenzaros el pelo.
-¿Tú?
-Sí.
Kestrel notó el pulso en la garganta. Abrió la boca pero, antes de poder decir nada, Arin había cruzado la habitación y le había recogido el pelo con las manos. Sus dedos empezaron a moverse.
Era extraño que reinara tanto silencio en la habitación. Debería haberse producido algún tipo de sonido cuando le rozó el cuello con un dedo. O cuando tensó un mechón y lo sujetó en su sitio. Cuando dejó que una trenza fina como una cinta cayera hacia delante y le tocara la mejilla. Cada gesto de Arin resonaba como si fuera música y Kestrel no acababa de creerse que no pudiera oír ninguna nota, alta o baja.
Kestrel y Arin

-Esas razones no bastan para casarse.
-Te quiero. ¿Te basta con eso?
Tal vez. Tal vez le habría bastado. Sin embargo, mientras la música se iba apagando, vio a Arin al borde de la multitud. La observaba con una extraña desesperación en el rostro. Como si él también estuviera a punto de perder algo, o ya lo hubiera perdido.
Lo miró y no pudo entender por qué no se había fijado nunca en lo atractivo que era. Por qué no le había llamado siempre la atención como ahora, con tanta intensidad.
-No -susurró Kestrel.
Kestrel y Ronan

Le rozó el rostro con dedos vacilantes. Un pulgar le recorrió la piel húmeda del pómulo. Aquella caricia le hizo sufrir. La atormentó saber que, fuera cual fuese el motivo que lo había llevado a hacerlo, no podía tratarse de nada más profundo que la compasión. La apreciaba lo bastante como para eso. Pero no lo suficiente.
-¿Por qué no podéis casaros con él? -susurró.
Kestrel rompió su promesa y lo miró.
-Por ti.
La mano de Arin tembló contra su mejilla. Inclinó la cabeza, que se perdió en su propia sombra. Entonces bajó de su asiento y se arrodilló ante ella. Le tomó los puños apretados, que apoyaba en el regazo, y se los abrió con suavidad. Ahuecó las manos alrededor de las de ella, como si sostuviera agua. Inhaló, preparándose para hablar.
Kestrel habría querido detenerlo. Habría querido quedarse sorda, ciega, evaporarse. Habría querido impedir que hablara a causa del miedo, y el anhelo. Pues el miedo y el anhelo se habían vuelto indistinguibles.
Sin embargo, como le sostenía las manos, no pudo hacer nada.
Entonces, Arin dijo:
-Yo deseo lo mismo que tú.
Kestrel se apartó. Era imposible que sus palabras significaran lo que parecía.
-Aunque no me ha resultado fácil desearlo.
Arin alzó la cabeza para que pudiera verle la cara. En sus rasgos se dibujaba una emoción intensa que se ofrecía abiertamente y pedía que la llamara por su nombre.
Esperanza.
Kestrel y Arin

Se inclinó hacia delante y lo besó en la sien.
Arin la abrazó con suavidad. Deslizó la mejilla contra la de ella. Entonces, sus labios le rozaron la frente, los ojos cerrados, la línea donde la mandíbula se unía al cuello…
La boca de Kestrel encontró la de Arin. Notó la sal de sus lágrimas en los labios de él, y el sabor de la sal, de su boca, del beso cada vez más profundo, la llenó de la sensación de la suave risa de Arin momentos antes. De una suavidad desenfrenada, de un suave desenfreno. Lo percibió en sus manos, que le ascendían por el vaporoso vestido. En su calor, que le abrasaba la piel… y en ella misma, que se fundía con él.
Kestrel y Arin

Si era lo bastante fuerte, podría sobrevivir a esa noche. Si sobrevivía, podría reclamar los fragmentos de su antigua vida y explicarse de forma que Kestrel pudiera entenderlo.
Arin

No encontró nada. Estaba seguro de que había algo, pero entonces se dio cuenta de que el fallo que presentía estaba en su interior. Los sucesos de esa noche habían derribado sus defensas. Habían provocado que la batalla que se libraba en su interior se transformara en una feroz guerra.
Arin

El balanceo del bote se detuvo. Kestrel se puso en pie y bajó la mirada hacia la lejana agua. Horas antes, cuando había amenazado con suicidarse, lo había dicho sin considerar si sería capaz. Lanzar la amenaza era la táctica correcta. Así que lo había hecho.
Entonces Tramposo le había pisado los dedos.
No había música después de la muerte.
Kestrel había elegido vivir.
Kestrel

-Es más duro vivir.
Arin

Contra su voluntad, Kestrel pensó en el beso de Arin. En cómo había encendido una brillante luz en su interior y la había transformado de una simple hoja en una llamarada.
Kestrel

Estaba bajando por las escaleras del ala oeste cuando vio a Sarsine en la planta inferior. Venía de ala este con una cesta en brazos. Arin se detuvo.
La cesta parecía contener oro tejido.
Descendió los peldaños restantes de un salto. Se acercó a su prima con grandes zancadas y la agarró del brazo.
-¡Arin!
-¿Qué has hecho?
Sarsine se apartó.
-Lo que ella me ha perdido. Contrólate.
Pero Arin volvió a ver en su mente a Kestrel la víspera, antes del baile. Su cabello era como un manantial de luz suave entre sus manos. Había entretejido deseo en las trenzas, anhelando que ella lo sintiera, al tiempo que temía que ocurriera. La había mirado a los ojos a través del espejo, pero no había conseguido distinguir sus sentimientos. Solo había visto el fuego que lo consumía a él.
-Solo es pelo -dijo Sarsine-. Volverá a crecer.
-Sí -contestó Arin-, pero no todo puede volver a ser como era.
Kestrel y Sarsine

Oyó que Arin se movía, sintió que la miraba.
-Kestrel. -Se imaginó cómo estaría sentado, inclinado hacia delante. Su aspecto bajo el  el resplandor del farol del carruaje-. No tiene nada de malo sobrevivir. Puedes vender tu honor mediante pequeños detalles, siempre y cuando te protejas. Puedes servir una copa de vino como se supone que se debe hacer y ver beber a un hombre y tramar tu venganza. - Tal vez ladeó ligeramente la cabeza al decir eso-. Es probable que estés tramando algo incluso mientras duermes.
Se produjo un silencio largo como una sonrisa.
-Trama, Kestrel. Sobrevive. Si yo no hubiera sobrevivido, nadie recordaría a mi madre, no como la recuerdo yo.
Kestrel no pudo seguir resistiéndose al sueño. La arrastró.
-Y nunca te habría conocido.
Arin

Él debería estar ahí arriba, vigilando el paso, o al menos esforzándose de algún modo por conservar su país.
Su país. Aquella idea siempre conseguía llenarlo de entusiasmo. Valía la pena morir por ello. Valía la pena sacrificar casi cualquier cosa por volver a ser la persona que había sido antes de la Guerra Herraní. Sin embargo, ahí estaba, arriesgando la frágil posibilidad de éxito.
Buscando una planta.
Arin

Kestrel le lanzó a Arin una mirada furtiva, que él no supo interpretar.
Tramposo abrazó a Arin y se marchó.
En cuanto se quedó a solas con Kestrel, se sacó la planta del bolsillo: un puñado de estrechas hojas verdes con un tallo parecido a un alambre. La colocó sobre la mesa delante de ella. Los ojos de Kestrel relucieron, se convirtieron en joyas de alegría. Aquella forma de mirarlo fue como un tesoro.
Arin

Arin estaba lívido de dolor y ennegrecido por las manchas de suciedad y las contusiones. La ropa desgarrada estaba teñida de carmesí. Como brillantes banderas ensangrentadas. Tenía un pie descalzo.
Echó la cabeza hacia atrás, vio a Kestrel y sonrió.
Kestrel cerró la ventana y cerró su corazón, porque lo que sintió al ver a Arin cojeando por el camino no era lo que había esperado. No debería sentir eso, eso no:
Un alivio absoluto y demoledor.
Kestrel

El semental empezó a acariciar a Arin con el hocico como si fuera su persona favorita. Kestrel sintió una punzada de celos. Entonces vio algo que le hizo olvidar todo pensamiento de celos, soledad y deseo y simplemente la hizo enfurecer. Jabalina mordisqueaba cierta parte de Arin, resoplando junto a un bolsillo del témalo perfecto para guardar…
-¡Una manzana! -exclamó-. ¡Has estado sobornando a mi caballo!
-¿Quién? ¿Yo? no.
-¡Claro que sí! No es de extrañar que le gustes tanto.
-¿Estás segura de que no se debe a mi atractivo y mis seductores modales?
Lo dijo en tono de broma, no exactamente con sarcasmo, pero sí de un modo que le indicó a Kestrel que él dudaba poseer alguna de esas cualidades.
Pero sí que era seductor. A ella la seducía. Y nunca podría olvidar su belleza. La había memorizado demasiado bien.
Se ruborizó.
-No es justo -dijo Kestrel.
Arin notó su creciente sonrojo. Su boca se curvó. Aunque Kestrel no estaba segura de que pudiera adivinar el efecto que tenía sobre ella simplemente estando allí de pie y pronunciando la palabra <<seductor>>, sabía que él siempre se daba cuenta de cuándo tenía ventaja.
Kestrel y Arin

-No me perteneces -dijo Arin.
Y la besó.
Los labios de Kestrel se separaron. Aquello era real, pero no tenía nada de simple. Arin olía a humo y azúcar. Un aroma dulce con un toque de fuego. Sabía a la miel que se había lamido de los dedos minutos antes. El corazón de Kestrel se desbocó, y fue ella quien se inclinó con avidez hacia el beso, quien le deslizó una rodilla entre las piernas. Entonces la respiración de Arin se volvió irregular y el beso se transformó en algo misterioso y profundo. La sentó sobre la mesa para que su cara quedara a la misma altura que la de él y, mientras se besaban, fue como si el aire que los rodeaba ocultara palabras, criaturas invisibles que los rozaron, luego los tocaron y los empujaron y tiraron de ellos.
<<Habla>>, decían.
<<Habla>>, respondía el beso.
Kestrel notó la palabra <<amor>> en la punta de la lengua.
Kestrel y Arin

-Érase una vez una costurera que podía transformar los sentimientos en tela. Cosía vestidos deliciosos: translúcidos, centelleantes y lustrosos. Obtenía paños de ambición y fervor, de serenidad y diligencia. Se volvió tan hábil en su oficio que llamó la atención de un dios. Y este decidió requerir sus servicios.
-El dios fue a ver a la costurera y le dijo:
>>”Quiero una camisa hecha de consuelo”.
>>”Los dioses no necesitan tal cosa”, repuso la costurera.
>>El dios la miró.
>>La joven sabía reconocer una amenaza.
>>Así que cumplió con lo que le había pedido y, cuando el dios se probó la camisa, haciendo que su rostro no pareciera tan pálido. La costurera lo observó y le vinieron a la mente pensamientos que sabía que no sería sensato compartir.
>>Le pagó con abundante oro, aunque ella no le había indicado ningún precio. El dios estaba satisfecho.
>>Sin embargo, no fue suficiente. Regresó, pidió un manto de compañía y se marchó incluso antes de que la costurera accediera a hacerlo. Ambos sabían que los haría.
>>Estaba dándole las últimas puntadas al dobladillo del manto cuando una anciana entró en la tienda y contempló todas las cosas que no podía permitirse comprar. La mujer estiró la mano sobre el mostrador donde la costurera estaba trabajando. Sus dedos arrugados vacilaron sobre el manto de compañía. Sus ojos apagados rebosaban tanto anhelo que la costurera le regaló el manto y no le pidió nada a cambio. Podía elaborar otro y rápido.
>>No obstante, el dios fue más rápido. Regresó a la aldea antes de lo que había dicho. ¿A quién vio sino a la anciana durmiendo junto al fuego, envuelta en un manto demasiado grande para ella? ¿Qué sintió sino el peso de la tracción, el veloz y profundo dardo de los celos que debería avergonzar a un dios?
>>Fue a la tienda de la costurera con su sigilo habitual, como el hielo que se forma durante la noche.
>>”Dame el manto”, le exigió.
>>La costurera aferró la aguja. No era un arma contra un dios.
>>”No está listo”, contestó.
>>”Mentirosa.”
-Podría haberla destruido entonces, pero se le ocurrió otra forma de vengarse. Una forma mejor de causarle sufrimiento. Sabía que la costurera tenía un sobrino: un niño pequeño, la única familia que le quedaba. Con sus ganancias, pagaba para que lo cuidasen. En ese momento, el niño estaba durmiendo en un pueblo vecino, bajo la atenta mirada de una niñera a la que el dios podría distraer y engañar y embaucar.
>>Así lo hizo. Salió de la tienda de la costurera y se acercó sigilosamente al niño dormido. No sintió piedad por las extremidades pequeñas y redondeadas, las mejilla sonrojadas por el sueño, la mata de pelo alborotado en la oscuridad. El dios ya había robado niños antes.
-Cuando el dios apartó la manta, rozó con el dedo el camisón del niño. Se quedó inmóvil. Nunca, en todos sus años de inmortalidad, había tocado algo tan hermoso.
>>El camisón estaba hecho con la tela del amor. Sintió la suavidad del terciopelo, la delicadeza de la seda, la resistente trama que nunca se deshilacharía. Sin embargo, había algo que no encajaba: un pequeño y húmedo círculo del tamaño de la punta de un dedo.
>>O de la lágrima de un dios.
>>Se secó. La tela de alisó una vez más. El dios de marchó.
>>La costurera, entretanto, empezó a inquietarse. Hacía días que no tenía noticias de su mejor y peor cliente. Parecía imposible que hubiera conseguido escapar de él con tanta facilidad. No se debía desafiar a los dioses, y menos a ese. Una idea, parecida a una grieta, fue abriéndose paro por su mente. Una sospecha. Se ensanchó, desencadenando un terremoto que la destrozó, ya que de pronto comprendió, como lo había hecho el dios, cuál era la mejor manera de arrastrarla a la desesperación.
>>Fue a toda prisa al pueblo vecino y a la casa de la niñera. Le tembló la mano contra la puerta, porque solo encontraría muerte al otro lado.
>>La puerta se abrió de golpe. El niño se lanzó a sus brazos, reprendiéndola por haber estado lejos tanto tiempo esa vez, preguntándole porque tenía que trabajar tanto. La costurera abrazó y no lo soltó hasta que protestó. Cuando le pasó los dedos por el rostro, convencida de que la muerte se le había deslizado bajo la piel de alguna forma y se manifestaría dentro de una hora, o un minuto, incluso en ese instante, vio que el niño tenía una marca en la frente.
>>El símbolo de la protección del dios. De su favor. Era un regalo invaluable.
>>La costurera regresó a su tienda y esperó. Sus manos, por una vez, no estaban ocupadas. Le costó reconocerlas, tan tranquilas estaban. Ellas también aguardaron, pero el dios no fue. Así que la costurera hizo algo aterrador. Susurró su nombre.
>>Entonces vino, y guardó silencio. No llevaba puesto nada de lo que le había elaborado ella, sino su propia ropa. Su vestimenta tenía un diseño magnífico y le sentaba a la perfección. Sin embargo, la costurera no entendía cómo no se había fijado en que estaba raída. LA tela se había desgastado hasta convertirse en finas nubes.
>>”Me gustaría darte las gracias”, le dijo.
>>”No las merezco”, contestó el dios.
>>”Quiero hacerlo de todas formas.”
>>El dios no respondió. Las manos de la costurera no se movieron.
>>Entonces el dios dijo:
>>”En ese caso, téjeme una tela hecha de ti”.
>>La costurera colocó las manos en las de él. Lo besó, y el dios se la llevó.
Enai

Me despido lectores y que tengan unas maravillosas y mágicas lecturas.

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