Frases: El encanto del cuervo de María Martínez

 —Ese otro es un elefante hindú; con la trompa hacia arriba impide que la suerte se escape. El búho es uno de mis preferidos. Se cuenta que si encuentras uno y lo miras sin asustarlo, te traerá suerte de por vida y que tu fortuna hará afortunados a los tuyos.

Grace


La contempló pensando que, a veces, los deseos cumplidos eran demasiado crueles.

Abby


Y también fingía por ella misma, era más fácil cerrar los ojos e ignorar la realidad, hasta que esta se abría paso y te arrojaba a la cara sin compasión todas las miserias.

Abby


El dolor que sentía en la cabeza aumentó hasta un punto peligroso, allí dentro había algo que quería abrirse paso pero que no podía, y empujaba y empujaba taladrando su cerebro con miles de agujas heladas del tamaño de palillos. De golpe, una luz blanca y cegadora estalló en su cabeza, y el dolor desapareció. Entonces lo sintió, un lento tictac, agonizante. Y su cuerpo reaccionó como si supiera lo que tenía que hacer. Siguió el pulso con su respiración, inhalando, exhalando, inhalando, exhalando... y poco a poco lo fue acompasando al suyo, infundiéndole fuerza y rapidez. Una bruma invadió su cerebro, y su cabeza comenzó a girar inmersa en una espiral. Todo se volvió negro.

Tuvo la sensación de estar en un túnel, una luz amarillenta y titilante se intuía al final. Se dirigió hacia allí a paso rápido; no le gustaba aquella oscuridad que parecía querer asfixiarla. De golpe todo se volvió nítido a sus ojos.

Abby


Lo primero que notó fue el fuerte olor a humo y a hierbas aromáticas, y un balanceo bajo sus manos, el de una pesada respiración. Miró hacia su regazo, estaba arrodillada en el suelo junto al cuerpo de una niña que no contaba con más de diez años. Había sido golpeada y se le encogió el estómago ante la visión. Quiso apartarse, pero no pudo, el cuerpo no le respondía. Miró a su alrededor, estaba en una cabaña de madera y cañas con el suelo de tierra. Había hierbas secas y raíces colgando del techo y las paredes. Infinidad de tarros de barro y latón colmaban una ruda estantería. En el fuego del hogar, un caldero tiznado por el humo y la ceniza hervía con algún tipo de pasta amarillenta que olía a menta. De forma inexplicable, todo aquello le resultaba familiar.

—¿Se va a poner bien?

La voz había surgido al otro lado de la habitación. Ladeó la cabeza y vio a una mujer vestida con harapos y aspecto de no haberse lavado en muchos días. Tenía el rostro surcado por las lágrimas y un feo golpe en un ojo. Parecía salida de otra época, al igual que aquella cabaña.

—Sí, tranquila, se pondrá bien.

Abby se asustó, la voz había salido de su boca, pero no era la suya, ella no había dicho ni una palabra. Intentó moverse; tampoco podía. Entonces se dio cuenta de que estaba dentro de otra persona, una mujer. Veía lo que ella veía y sentía lo que ella sentía. Y en ese momento estaba concentrada en el corazón de la pequeña, guiándolo, exhausta, para que no dejara de latir; algo que le estaba costando más que en otras ocasiones. La culpa era de aquel hombre que calentaba su cuerpo junto al fuego sin apartar los ojos de ella. Lo miró de soslayo, las sombras ocultaban su rostro, pero sabía que era hermoso, dorado por el sol. Contempló sus manos, unas manos fuertes a la vez que delicadas. Trató de apartarlo de su pensamiento y centrarse solo en la niña.

Cerró los ojos e inspiró el olor de la tierra, la diosa, la madre de toda vida, e invocó de nuevo su poder. Una brisa caliente le azotó el rostro, arremolinándose a su alrededor. La tierra comenzó a vibrar bajo su cuerpo. Mientras, afuera, los aullidos de los lobos inundaban la noche. Sintió el poder fluyendo por sus venas y lo derramó dentro del pequeño cuerpo inerte, llenándolo de vida. Dejó escapar el aire de sus pulmones y el soplo entró en la niña provocándole un espasmo. 

La pequeña abrió los ojos de golpe.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con su voz infantil.

Visión de Abby


En 1647, siete familias procedentes de los condados de Essex y Suffolk habían abandonado Inglaterra huyendo de la caza de brujas que allí se había desatado con una violencia demencial. Emigraron a América en busca de nuevas oportunidades, y de un lugar donde poner a salvo a sus hijos. Los miembros de aquellas familias eran en realidad auténticos brujos, descendientes de los linajes más antiguos y poderosos de Europa, y entre ellos se encontraban los Blackwell.

Formaron una pequeña colonia al sur de Maine a la que bautizaron con el nombre de Lostwick. Allí prosperaron, manteniendo ocultos sus orígenes y secretos, y acogieron a todos aquellos que necesitaban lo mismo que ellos, a otros brujos que buscaban protección y una vida tranquila.

Aaron


Le había revelado que la magia era algo con lo que se nacía, o eras un brujo o no lo eras, no se podía aprender; formaba parte del ADN y se heredaba generación tras generación. Un brujo podía reforzar su poder aprovechando la energía de otros seres vivos, de la tierra o las fuerzas de la naturaleza. Ayudarse del potencial de las plantas y los minerales para hacer conjuros que eran atesorados en grimorios donde se encerraban encantamientos tan poderosos que podían duplicar el poder de un brujo solo con pronunciar sus versos. Conocimientos muy importantes ya que a veces eran lo único de lo que disponía un brujo. La magia se estaba diluyendo generación tras generación en algunas familias; las uniones con humanos eran en parte responsables de que eso ocurriera.

Explicación de Aaron


—Creo que va siendo hora de olvidar de una vez por todas el pasado, al menos de intentarlo. Es la única forma de que podamos seguir adelante.

Aaron


El viento silbaba por entre los maderos que crujían bajo el peso de la nieve en el tejado. Se sentó junto al fuego y acercó las manos al calor de las llamas. La puerta se abrió de golpe y una fuerte racha de aire helado le agitó el cabello. Él entró cargando con unos troncos y la cerró con rapidez. Dejó la madera junto a la chimenea y se agachó para calentarse las manos.

Se frotó los brazos y volvió a extender las manos. Ella ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa. Se miraron fijamente un instante. Ella percibía su respiración, y ese sonido le aceleró el pulso.Desviaron la vista a la vez, demasiado encandilados como para hacer un comentario insulso sobre el tiempo que llenara el silencio. Él se ocupó atizando el fuego y ella comenzó a cortar un poco de queso y unas rebanadas de pan. 

Comieron en silencio sin más sonido que el aullido de los lobos y el crepitar de las llamas. Por su expresión ella sabía que él estaba pensando en su familia, en ese hijo que había dejado y en su mujer muerta.

Avivaron el fuego y se dispusieron a dormir. Ella se tumbó en su jergón y él extendió su capa cerca del fuego. Se tumbó de cara a la puerta y, sujetando la empuñadura de su espada contra el pecho, cerró los ojos. Ella lo observó mientras se sumía en un sueño profundo. Era el primer brujo con el que se encontraba en mucho tiempo, y si algo había aprendido en sus años de vida era que un hombre como aquel no aparecía de la nada en su puerta sin ningún motivo. Estudió al hombre de arriba abajo: era atractivo, muy fornido y su poder era inmenso. Se le aceleró el pulso por la presencia masculina. Cerró los ojos y se dio la vuelta, de espaldas a él. Sintió el grimorio bajo su cuerpo, lo apretó a través de la colcha y se hizo un ovillo. Protegería aquel libro con su propia vida si fuera necesario.

Visión de Abby


Aún se maldecía por haber ido hasta su casa y espiarla desde el jardín. Pero cuando regresaba a casa desde El Hechicero había visto los coches. Coches de policía, ambulancias y el vehículo de Damien destrozado en la cuneta. Aquella imagen había activado un resorte en su cerebro, un instinto ancestral que aún necesitaba interpretar. Lo que sí había dilucidado, sin lugar a dudas, era la relación entre ella y Dupree. Había ido hasta allí, a pesar del riesgo que corría si lo descubrían, porque necesitaba asegurarse de que ella estaba bien. Y vaya si lo estaba: los dos tortolitos dieron muestra de su amor junto a la ventana, perfectamente sanos. ¿Por qué lo alteraba tanto que esos dos estuvieran juntos?

Nathan


Conocía a Nathan desde que él era un bebé y ella entró al servicio de su madre. Prácticamente lo había criado y sabía que, bajo aquella imagen de chico duro y atormentado, había una persona dulce y cariñosa. Demasiado joven para todo lo que había soportado. Crecer sin padre, con una madre alcohólica, en una comunidad donde sus miembros lo consideraban un paria. La vida no estaba siendo fácil para él. Capa a capa, había fabricado una coraza dura e insensible, arrogante y conflictiva, tras la que se protegía de todos y de todo. Solo unos pocos tenían el privilegio de conocer al chico que se escondía tras ese muro, y ella era una de las afortunadas.

Señora Clare


Se lanzó hacia delante, la tomó del rostro sin darle tiempo a reaccionar y la besó, guiándose solo por puro instinto y necesidad. Durante un instante Abby se resistió. Con los puños entre su pecho y el de él intentó separarse, pero una llama se encendió en su vientre, sus labios se abrieron con un temblor y deslizó las manos por su torso hasta la espalda. Nathan la rodeó con los brazos y sus besos aumentaron de intensidad.

—Abby —grito alguien a lo lejos.

—Abby. —Esta vez reconoció la voz de Diandra. Se acercaba muy rápido.

Nathan se obligó a romper el contacto. Separaron sus cuerpos sin dejar de mirarse a los ojos, conscientes de que había ocurrido algo para lo que ya no había vuelta atrás. Sus corazones retumbaban entre ellos con fuerza, pero acompasados, como si fueran uno solo. ¿Qué acababa de pasar? Unos minutos antes casi la mata, y ahora…

—Abby —gritó Damien. Por el tono de su voz parecía preocupado. Aparecería junto a ellos en cualquier momento.

La mirada de Nathan se oscureció.

—¿Qué hay entre tú y él? — preguntó muy serio.

—Nada —respondió sin aliento.

Nathan la contempló, bajó la vista un segundo, como si meditara la respuesta, y volvió a contemplarla con atención. Abby le sostuvo la mirada y tragó saliva; se lamió las gotas de lluvia de su labio inferior. Él desvió la vista a ese punto mientras su pecho subía y bajaba, cerró los ojos un instante, dio media y vuelta y se alejó desapareciendo entre la espesura.

Nathan, Abby, Diandra y Damien 


Aquella situación empezaba a desbordarla. No quería causar problemas a nadie, por fin tenía una familia, un hogar, no quería estropearlo; pero qué sentido tenía todo si no podía estar con él. Lo había sabido desde el primer momento en que sus labios se habían unido, no podría vivir sin sentirlos de nuevo.

—¡Eh, Julieta! —dijo él dándole un golpecito en el hombro para llamar su atención.

Abby frunció el ceño. Por un momento tuvo un mal pensamiento: ¿él se había equivocado de chica en un lapsus? Sacudió la cabeza.

—¿Cómo me has llamado? —Su voz sonó acusadora.

Nathan enarcó las cejas, captando la indirecta. Sonrió satisfecho, por primera vez se sentía cómodo con los celos de una chica. Le pasó el dedo por el cuello, tenía la piel suave y olía de maravilla.

—Julieta, te he llamado Julieta. No me digas que no te sientes un poco shakespeariana. —La estudió un momento—. Porque yo sí que me siento un poco Romeo. Familias enfrentadas, amor imposible... ¿te suena?

Abby soltó una tímida carcajada. La comparación tenía su gracia, pero no dejaba de ser una comparación odiosa por la realidad que contenía. Se puso sería y lo miró a los ojos.

—Romeo y Julieta es una tragedia, los dos murieron.

—Nosotros somos más listos.

Nathan y Abby


—…Escucha, Abby, hay mil razones por las que no debería volver a verte. —Notó que ella se estremecía y la estrechó con más fuerza—. Y solo una por la que seguir haciéndolo. Con esa me basta. Necesito estar contigo, quiero estar contigo.

Nathan


Él le acarició el cuello sin saber qué decir. Conocía de primera mano esa sensación, y que no había palabras en el mundo que borraran el miedo a volver a sufrir.

—Me dan miedo las consecuencias —añadió Abby.

—Y a mí, pero no volver a tenerte así no es una alternativa. —Le guiñó un ojo y le apartó el pelo de la cara con las dos manos. Besó levemente su sonrisa.

Nathan y Abby


El viento gélido le quemaba el rostro. Se secó las mejillas y abrió los ojos. Él mantenía la cabeza gacha y los brazos a ambos lados del tronco del castaño, evitando así cualquier intento por su parte de escapar. La capa que llevaba sobre los hombros ondeaba por el viento con violentas sacudidas, la capucha tan calada que solo se adivinaba su barbilla.

—¿Perteneces a La Orden? ¿Ellos te han enviado a por mí?

—Y a por tu libro —respondió él.

—Entonces supongo que tu nombre no es Brann.

—Sí lo es, eso es cierto, aunque muy pocos lo conocen. Me llaman El Lobo.

Los ojos de ella se abrieron como platos, conocía ese apodo. Había oído hablar del sicario que así se hacía llamar porque siempre iba rodeado de esas bestias como si fueran sus guardianes. Un brujo cazador de brujos, un traidor. Trató de forcejear y liberarse, pero el hierro la tenía sometida. Alzó la barbilla, orgullosa, y lo miró fijamente.

—Llevas aquí meses, ¿por qué tanto tiempo, cuando podías…?

—Ya sabes por qué.

—Me mentiste, confié en ti y me mentiste —dijo ella con rabia, y un rayo aparecido de la nada cayó sobre el árbol.

El caballo coceó asustado, con el pelo humeante, relinchó y de su nariz surgieron columnas de vaho. Se alzó sobre las patas traseras antes de huir al galope.

—Hay cosas más importantes que nuestros sentimientos —dijo él en apenas un susurro—. Deberes que cumplir por mucho que nos duela hacerlo.

—Y yo soy uno de tus deberes —replicó airada. Intentó moverse pero el hechizo la mantenía inmóvil. Se maldijo por no haber estado alerta; otro hechizo mucho más humano y que nada tenía que ver con la magia la había despojado de su cautela. Lo amaba.

Él se inclinó un poco más sobre ella, olía a cuero y a sudor fresco.

—Los poderes de los dioses no deben estar en manos de los hombres, es peligroso para el mundo. Mi deber es mantenerlo a salvo.

—¡Pero yo no hago daño a nadie!

—Lo sé. —Le acarició la mejilla. Ella la apartó para evitar su roce—. Pero el peligro lo supone tu propia existencia, todo lo que sabes, aquello que posees. Y se le ha de poner fin.

Visión de Abby


Por un instante su mirada se encontró con la de Nathan, que la observaba entre la multitud de una forma tan intensa y penetrante que le hizo estremecerse con un calor insoportable. Sonreía como un lobo ante una presa. Sin dejar de mirarlo, continuó bailando, para él.

De pronto Nathan echó a andar hacia ella, se abría paso sin esfuerzo, cada vez más serio conforme se acercaba. No se detuvo cuando llegó a su lado, sino que la alzó del suelo y se la echó sobre el hombro. Abby gritó por la sorpresa y empezó a reír con ganas, mientras se balanceaba como un saco sobre él. Nathan fue hasta el taburete donde había estado sentada un momento antes, cogió su abrigo y se abrió paso hasta la salida.

—¿Qué haces? ¡Suéltame! —le ordenó. Él no contestó, pero pudor notar cómo reía, las leves sacudidas de su cuerpo bajo ella.

En la calle el aire frío los recibió colándose a través de sus ropas. Nathan la dejó en el suelo y, como si se tratara de una muñeca, le puso el abrigo, cogió el gorro de lana de unos de los bolsillos y se lo deslizó por la cabeza; después hizo lo mismo con el pañuelo, anudándolo a su cuello.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó ella, y le dio un empujón en el pecho.

—¡Au! —se quejó, esbozando una mueca.

—¿Acaso eres un cavernícola? —Se puso en jarras e intentó parecer enfadada. Él arqueó las cejas y trató de abrazarla, pero ella se zafó con el corazón latiendo apresuradamente—. ¿Y bien? Porque empezaba a pasármelo de maravilla.

Nathan se encogió de hombros y su mirada se volvió grave.

—Bailas muy bien, estabas tan… sexy, que si sigo allí cinco segundos más le atizo a alguien. ¡No te haces una idea de lo que he tenido que oír! —Dio un paso hacia ella y le rodeó la cintura con el brazo.

Abby se dejó atrapar, todo el cuerpo le vibraba con una sensación extraña y fascinante.

—¿Celoso? No sé si me gusta esa faceta tuya.

—¿Sorprendida? Yo también, y no me gusta lo que siento, creo que sería capaz de dejar manco a cualquier tipo que te toque, aunque solo sea por accidente.

Abby no pudo evitar reír, a pesar de que no estaba muy segura de si hablaba en serio o en broma. La forma en la que sus ojos negros la observaban le dijo que no bromeaba.

Nathan estrechó a Abby contra su pecho. Su aliento le entibiaba la piel, bajó la cabeza y le acarició el cuello con la nariz. Olía de maravilla. Carraspeó, intentando reprimir el deseo que le estrujaba el estómago.

Nathan y Abby


—Aún es temprano, no hace mucho frío y es la primera noche sin bruma en mucho tiempo, ¿te apetece ver las estrellas conmigo?—Hizo un gesto hacia el cielo.

Abby le lanzó una mirada coqueta.

—¿Romántico? Creo que a esta faceta tuya sí que podría acostumbrarme.

Nathan le quitó el cabello de la frente y le acarició la mejilla.

—Entonces tendré que perfeccionarla —susurró. Le besó los labios, apenas un roce provocador. Sonrió al ver cómo ella permanecía de puntillas con los ojos cerrados, esperando más—. Vámonos de aquí. —La cogió de la mano y la llevó hasta el coche.

Nathan y Abby


—No, la percepción también depende de lo fuerte que seas. La mayoría de los brujos sienten un ligero hormigueo cuando están con otros, siempre igual, con la misma intensidad, sin que influya el poder del brujo que tienen cerca. Una débil luz de señalización y ya está.      —Hizo una pausa y se recostó sobre los codos—. Pero cuanto más fuerte es un brujo, más sensible es a los estímulos, se vuelve más perceptivo y la escala de sensaciones también se amplia. —Sonrió—. No sé si me entiendes.

—Sí, creo que sí, pero de ser así, si intento traducir en fuerza lo que siento, eso significaría que…

—Que estás ante un brujo muy, muy poderoso, y que yo tengo delante a la brujita más fuerte con la que nunca me he topado. —Sus ojos brillaron con malicia—. ¿Lo ves? Estamos destinados.

—Te lo tienes muy creído, ¿no? —dijo ella a modo de broma, convencida de que intentaba impresionarla.

—No, solo digo la verdad. No todos los brujos son iguales ni tienen el mismo poder. La magia puede ser muy peligrosa por el poder que encierra. Hay quienes necesitan la ayuda de conjuros, hierbas o minerales para conseguir un simple filtro, y quienes son capaces de provocar tempestades, dominar la naturaleza e incluso evitar una muerte segura, como tú.

Nathan y Abby


—¿Y por qué crees que somos así? ¿Qué hace que un brujo sea mucho más fuerte que otro?

Nathan le acarició el cuello y dejó que sus dedos vagaran hasta el hueco de la clavícula.

—Por la sangre, por la herencia que recibimos a través de ella. Por eso hay linajes que acaban desapareciendo y otros se hacen más fuertes. Las uniones con humanos debilitan la sangre, pero si se mantiene pura, el poder se incrementa con cada vástago. Si a eso le sumas que uno de tus padres, o los dos, desciende de una de las primeras estirpes de brujos, cuando la magia era energía en estado puro, el resultado son seres como tú y yo.

Nathan y Abby


Podía sentir el corazón de ella latiendo deprisa, a la par que el suyo, sincronizados. La realidad se abrió paso como una luz brillante. Se había enamorado de ella como jamás pensó que lo haría de nadie.

Nathan


Tumbados junto al fuego, se habían besado entre caricias y susurros hasta sentir los labios entumecidos. No habían pasado de ahí, de los besos, pero el placer que había sentido no tenía comparación con nada que hubiera experimentado antes yendo más allá. Con ella se estremecía y el deseo cobraba un nuevo significado.

Nathan 


De repente se llevó las manos al cuello y se quitó la cruz.

—Era de mi padre; este colgante ha estado en mi familia desde siempre, ahora quiero que lo tengas tú. —Miró el intrincado diseño, la cruz celta armada en un círculo con un nudo en el centro.

—No puedo aceptarlo.

—Claro que puedes. Además, así te acordarás de mí cada vez que lo mires.

—No necesito eso para acordarme de ti —dijo Abby, moviendo la cabeza.

—Si lo llevas contigo, yo siempre sabré dónde encontrarte y que estás bien —explicó mientras se lo ponía al cuello.

—¿Cómo?

Nathan sonrió. Se inclinó sobre Abby y abrió la guantera, sacó una pequeña navaja y, sin dudar, se hizo un corte en la mano.

—Pero ¿qué haces? —preguntó, impresionada por el gesto.

Él no contestó, untó el dedo índice en la sangre y dibujó una pequeña triqueta bajo la clavícula de Abby, mientras musitaba las palabras adecuadas. Entonces volvió a tocar la herida y depositó una gota en el colgante.

—Necesito una gota de tu sangre —dijo él, mirándola a los ojos. 

Una voz interior le dijo que aquello no era una buena idea, que se estaba precipitando. Ella le tendió la mano sin dudar. Nathan tomó su dedo índice y con la punta de la navaja le hizo un pequeño corte. Una gota roja y brillante brotó de él. La miró un segundo; si lo hacía no habría vuelta atrás, pero quería hacerlo aunque fuera egoísta. Llevó el dedo de Abby hasta el colgante y lo presionó contra él; la sangre de ambos se unió sobre la superficie. Cerró los ojos y formuló el conjuro en su mente. Las marcas de su sangre fueron absorbidas por el cuerpo de Abby. El colgante flotó un par de segundos iluminado por una luz blanca, la luz se apagó y cayó de golpe sobre la piel, tan caliente que casi quemaba.

—Hecho —añadió él—. Mi sangre está en ti y el medallón es el talismán que mantiene la magia del hechizo, ahora…

Ella gimió, notando la conexión que acababa de establecerse entre ellos sonrió y sostuvo el colgante entre los dedos.

—Un lazo de sangre —susurró.

Nathan frunció el ceño, sorprendido. Apenas hacía unos días que ella sabía que era bruja, aún no podía controlar con seguridad un simple fuego. ¿Cómo era posible que conociera un hechizo que solo unos pocos podían realizar con éxito? Bien hecho, ese hechizo establecía una unión tan fuerte que podías rastrear tu propia sangre en la otra persona, te permitía sentir sus emociones y su energía a varios kilómetros.

—¿Seth ya te ha enseñado lo que es un lazo de sangre?

—¡No! —respondió. Se le aceleró la respiración, se sentía extraña. Apretó el colgante en su mano.

—¿Y cómo sabes que es eso lo que he hecho? —preguntó sin poder disimular su contrariedad. Los lazos, los amarres, ese tipo de cosas había que aprenderlas, practicarlas, conocer las palabras exactas que dieran fuerza al hechizo.

Abby parpadeó y negó con la cabeza. Se miraron fijamente. Entonces, Nathan recordó que a él tampoco se lo había enseñado nadie.

—No tengo ni idea, simplemente lo sé —respondió ella algo aturdida y temblorosa.

Nathan la abrazó. Estuvieron así unos minutos sin decir nada, pensativos. Finalmente Abby alzó la mirada para verle la cara y esbozó una sonrisa tristona.

—Tengo que irme.

—Humm, no —ronroneó él, apretándola más fuerte, mientras se preguntaba si existiría algún conjuro para detener el tiempo. Si no, debería crear uno. Sonrió.

Nathan y Abby


Las cuerdas le quemaban las muñecas. El corazón se le salía del pecho y la bilis le subió por la garganta. Trastabilló, y hubiera caído de bruces si unos fuertes brazos no la llegan a sostener a tiempo.

—Iré andando —dijo ella, alzando la barbilla, orgullosa, cuando Brann hizo ademán de cogerla. Vio como él apretaba los labios, la única parte de su rostro que podía ver bajo aquella capucha; asintió y le hizo un gesto con la mano para que continuara avanzando.

El dolor penetrante que le recorría el costado se intensificó. Se le doblaron las rodillas, estaba demasiado cansada y, hasta ahora, lo único que la había mantenido en pie era el orgullo y la rabia.

—Puedo andar —masculló. Brann acababa de cogerla en brazos y cargaba con ella como si no pesara nada.

—Irás en la carreta, y si no, yo mismo te llevaré en brazos hasta Chelmsford —dijo con un tono de voz que no daba lugar a réplica.

—Hasta el final, ¿no es así, Brann? Cumplirás tu misión.

Los rasgos cincelados de Brann se contrajeron con una expresión despiadada.

—Solo necesito una palabra; dímela, Moira —dijo con voz ronca. Contuvo una maldición al ver que ella negaba de forma obstinada. Alcanzó el carro que traqueteaba entre las piedras tirado por un par de bueyes. La sentó en la parte de atrás y aprovechó para mirarle las muñecas, las giró en ambos sentidos y un gruñido de disgusto escapó de sus labios. Arrancó un trozo de su camisa y le envolvió la palma de la mano; la herida con forma de estrella aún sangraba—. Puedo aflojarlas un poco.

Ella volvió a negarse y sus ojos se posaron con angustia en la bolsa que el brujo llevaba atada a la cintura. A través de la tela podía adivinar el contorno del libro encuadernado en cuero. Sus hojas de papel de vitela eran tan antiguas como la sangre que corría por sus venas, la de sus antepasados. Brujas muy poderosas que habían volcado en él todos sus secretos.

La catedral apareció a lo lejos y, conforme se acercaban, la ansiedad se apoderó de ella. Un madero de unos tres metros de alto se levantaba frente al edificio, rodeado de una pira de ramas y leños. Dos monjes descargaban más madera de un carro y, al pasar junto a ellos, le sonrieron con malicia dejando a la vista unos dientes ennegrecidos. De repente dos hombres vestidos de soldados salieron de la catedral sin mediar palabra, la agarraron de los brazos y la sacaron de la carreta arrastrándola al interior del edificio.

Visión de Abby


Mientras lo hacía, y sin saber cómo, su cerebro viajó hasta la vieja cabaña de la mujer con la que soñaba todas las noches.

Había algo en el olor de la cera y las hojas que le recordaron ese lugar. Empezaron a inundarle la mente de imágenes y sonidos que, sospechosamente, reconocía pese a ser la primera vez que las veía y los oía. Casi sin darse cuenta se vio arrastrada a aquella casita de una sola habitación; el olor acre del humo de la chimenea la recibió. El ambiente estaba impregnado de canela y clavo, algo de comino. «Estoy en casa», pensó de repente. Sintió algo raro en la boca del estómago, un pequeño brote de ansiedad. El suave tacto de la mesa se volvió áspero como el de un tablón sin pulir; la vasija de cristal, ahora era de barro cocido. Alzó la mano y un trozo de raíz de mandrágora voló hasta ella, la agitó imperceptiblemente y tres hojas de saúco flotaron hasta su palma. Cortó la raíz y limpió las hojas, las pasó por encima de la llama de la vela, lo justo para que se tostaran un poco y perdieran la savia. Hierba del diablo; la miró con disgusto, estaba demasiado seca y sus propiedades mermadas. Iba a necesitar un par de hojas de caléndula incana para compensar, aunque eso apenas la mejoraría. Se levantó y fue hasta el estante, cogió las hojas y al paso tomó una ramita de ajenjo. Acónito sería perfecto.

Volvió a la mesa sin darse cuenta de que todos habían dejado lo que estaban haciendo y la miraban sorprendidos. Tomó un mortero y echó dentro el ajenjo, la caléndula y la raíz de mandrágora.

—No cortes la verbena con cuchillo, hazlo con las manos o perderá la mitad de sus propiedades; el metal altera su equilibrio —reprendió a Liam sin alzar la vista del mortero donde machacaba las hierbas, girando la maza en círculos.

El niño ladeó la cabeza y miró a Seth, que no perdía detalle de nada. Seth asintió y continuó observando a Abby con el ceño fruncido, con un atisbo de preocupación y asombro que no pasó desapercibido a los demás. Damien se levantó con intención de acercarse a ella, pero Seth se lo impidió alzando una mano.

Abby terminó de preparar todos los ingredientes, tocó el agua con el dedo índice y esta ardió unos segundos. Con mucho cuidado, disolvió en el líquido el polvo que había conseguido. Vertió el brebaje en el tarro. Lo sostuvo en su mano izquierda y colocó la derecha sobre el colgante: «Invoco el poder ancestral. Ven, futuro, e ilumina mi presente, que así sea y así será», susurró de forma imperceptible. Las llamas de las velas aumentaron un palmo su tamaño, iluminando la estancia, y de nuevo empequeñecieron hasta apagarse.

—¿Por qué le has puesto ajenjo? —preguntó Seth con voz tranquila, tratando de no mostrar más emociones de las habituales en él.

Algo le estaba pasando a la joven, como si no fuera ella misma. Era imposible que conociera el ritual que acababa de llevar acabo, él mismo lo desconocía en esa variante. Había escogido las hierbas, incluso las más difíciles, con la seguridad de alguien acostumbrado a usarlas. Las había cortado o machacado con destreza sin seguir los pasos que marcaba el grimorio. Iba contra toda lógica que supiera hacer algo así y aún más que aquel brebaje funcionara.

—Abre la mente a la vez que la protege de aquello que no espera —respondió ella. El deje de un extraño acento vibró en su tono.

—Pero es veneno para un brujo.

—El saúco no dejará que la sangre lo absorba.

—¿Y la caléndula? Ninguno de nuestros Libros de Invocación dice nada de eso.

—Compensa la esencia que le falta a la hierba del diablo. Le hubiera puesto acónito, pero no he visto por ninguna parte. Y esos grimorios son para niños. —Sonrió con condescendencia

—¿Y cómo sabes esas cosas?

—¿Dudas de mí? —lo cuestionó, alzando las cejas con un mohín de niña caprichosa. Le lanzó el frasquito—. Compruébalo tú mismo.

Seth dudó un instante. Miró a Abby a los ojos, no eran los de una bruja adolescente, insegura e inexperta. Tras aquella mirada se escondía la seguridad y suficiencia de un sabio. Abrió el frasco y la miró a los ojos una vez más. Con decisión puso una gota en su dedo y se lo llevó a la boca.

El efecto fue inmediato. Apretó los dientes, apenas podía controlar la sensación de vacío que notaba bajo los pies, era demasiado intensa. Todo se volvió negro y la imagen llegó sin previo aviso, nítida y tan real como nunca antes había experimentado. La grabó en su cerebro. Abrió los ojos, ella estaba de espaldas rellenando otro frasco. Movió el brazo a una velocidad casi sobrenatural, agarró el cuchillo que estaba a su derecha, sobre una mesa, y lo lanzó contra Abby.

Diandra y Peyton gritaron. Damien se lanzó hacia delante sin pensar que el cuchillo podía herirlo, mientras Rowan saltaba sobre Seth, convencido de que el hombre había perdido el juicio. De repente todos se quedaron inmóviles, atónitos. Abby, con el brazo extendido, frenaba el cuchillo. El arma giró sobre sí misma y en un visto y no visto cruzó la distancia que lo separaba de Seth. Quedó suspendida a unos milímetros del pecho del brujo, temblando con la misma intensidad que la mano que la contenía.

—Baja el cuchillo, Abby —dijo Seth, tragando saliva. Ella lo taladraba con una mirada furibunda y la respiración agitada—. Sabía que no iba a pasar nada, no tenía intención de hacerte daño. 

—A mí me ha parecido todo lo contrario —respondió ella.Movió la mano y el cuchillo presionó contra el pectoral de Seth.

—Esa ha sido mi visión, sabía que no iba a hacerte daño.

Ella dejó escapar una risa que sonó a suspiro.

—Todos quieren hacerme daño —replicó en un peligroso tono de advertencia.

Abby y Seth


Sujetó el volante con la rodilla y se hizo un corte en el dedo índice. Se abrió de un tirón la camisa, los botones saltaron estrellándose contra el salpicadero y el parabrisas, y mientras lanzaba miradas fugaces a la carretera, se dibujó cinco puntos en el pectoral izquierdo. Las cinco puntas de una estrella invertida, símbolo mágico que daba vida a las palabras. Apretó la yema del dedo para que la sangre brotara y las unió. Un lazo de sangre requería sangre, un pequeño sacrificio a la diosa, la madre de todo. Se hizo un nuevo corte en la palma de su mano. Bajó la ventanilla y convirtió su mano en un puño, apretó y unas gotas de la esencia roja cayeron sobre la tierra.

—Que la sangre encuentre el camino —susurró.

De repente una pálida luz brotó de su piel y el dibujo fue absorbido por su cuerpo a través de los poros.

Una estela azulada que solo él podía ver trazó un recorrido en un mapa imaginario con el aspecto de un holograma. La estela se detuvo en un punto que Nathan reconoció de inmediato, una pequeña cala donde antiguamente los pescadores varaban los botes para que la resaca no los arrastrara y el mar no se los tragara con el fuerte oleaje. Aún quedaban en pie algunas cabañas de madera roídas por la carcoma, donde los marinos guardaban los aparejos. Condujo a toda velocidad, derrapando en las curvas y acelerando en las rectas con la temeridad de un suicida. Tomó el desvío y continuó hasta donde el camino le permitió avanzar con el coche. Se apeó, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta y echó a correr. Los guijarros del sendero que descendía hacia la cala crujieron bajo sus pies. Un suspiro entrecortado escapó de su garganta cuando divisó a Abby sentada sobre las rocas. Abrazada a sus rodillas, se mecía de delante atrás, mientras el viento sacudía su larga melena. Estaba a punto de gritar su nombre cuando ella giró el rostro hacia él. Se puso en pie nada más verlo y descendió con paso inseguro de las rocas; en cuanto sus pies se posaron sobre los guijarros echó a correr a su encuentro.

Nathan se percató de que había estado llorando; se detuvo y abrió los brazos para recibirla. La chica se precipitó entre ellos con tanta fuerza que casi lo tira de espaldas. Estaba helada y tiritaba. Se quitó la cazadora y se la colocó sobre los hombros, envolviéndola con ella.

Nathan


—No te estás volviendo loca ni te pasa nada malo. Esa sensación de saber cosas y no tener ni idea de por qué las conoces, también la he sentido yo muchas veces, desde siempre. La primera vez que cogí un arco hice diez dianas seguidas; sabía cómo aprovechar el viento, los grados de inclinación para evitar la resistencia del aire, y nadie me había enseñado. Sé pelear en varias disciplinas y te aseguro que mi madre no es la responsable. Espadas, dagas, pon cualquier arma blanca en mi mano y verás lo que sé hacer. Puede que los recuerdos de mi estirpe vivan en mi sangre, y que los de tus antepasados vivan en la tuya, que se transfieran como el ADN. Quién sabe, es muy difícil, pero quizás es posible entre parientes con un fuerte poder.

»También es posible que todo esté en tu subconsciente. Tu madre era bruja, tendría su propio grimorio de Invocación, puede que de pequeña dieras con él y lo leyeras, incluso que ella te enseñara y después te hiciera olvidar por algún motivo; o que todo se deba a la sangre... no lo sé.

Ella arrugó los labios con un mohín, estaba preocupada y las suposiciones no la ayudaban. Toda su vida había estado rodeada de preguntas sin respuesta y empezaba a estar harta de que así fuera. Él percibió sus pensamientos, y cesó en su empeño de convencerla de que todo era normal.

—Vale, es raro que nos sucedan estas cosas —admitió—, pero siempre he sido diferente a los demás, puede que me haya acostumbrado o no me importe. Sin embargo, estoy seguro de que hay una explicación, y yo la encontraré si eso te hace sentir mejor. Lo que sí sé es que a ti no te pasa nada malo, ni siquiera lo pienses. —Se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto.

Nathan y Abby


—… Hace tiempo que dejé de buscarle un porqué a todo; en un mundo de magia muchas cosas no tienen explicación. La magia en sí misma no la tiene. Deja de preocuparte y abandona ese deseo de saberlo todo. No somos bichos raros, somos especiales. Míralo de esta forma.

Nathan


De repente, él se coló entre los dos asientos delanteros con la habilidad de un contorsionista y acabó repantigado en la parte de atrás. Sus labios se curvaron con una sonrisa traviesa y le hizo un gesto a Abby para que lo imitara. Ella frunció el ceño y él soltó una risotada.

—No es lo que imaginas —dijo Nathan, divertido por su reacción.

—¡Y tú qué sabes lo que estoy pensando! —le espetó ella con una mirada coqueta.

Nathan contuvo el aire y una oleada de calor lo invadió.

—Ven antes de que cambie de opinión respecto a mis intenciones; me matas cuando me miras así —dijo con voz ronca.

Abby sonrió, se dio la vuelta en el asiento y lo siguió. Él abrió los brazos y ella se dejó caer entre ellos recostándose sobre su pecho. Nathan la abrazó y permanecieron así unos minutos, en silencio, mientras los cristales se empañaban por el vaho de sus respiraciones. La música sonaba a un volumen muy bajo, casi un susurro. Abby pensó que allí se sentía segura y en paz. Entre sus brazos no podía ocurrirle nada y se relajó por completo.

Nathan y Abby


Él esbozó una sonrisa, pero esta no ocultó cierta incertidumbre.

—Estar conmigo te obliga a mentir, a esconderte y a fingir; necesitas estabilidad y yo no puedo dártela.

Abby frunció el ceño y la expresión en los ojos de él la deshizo. Era muy triste.

—No me gusta lo que insinúas.

—Ni a mí, pero haré cualquier cosa, lo que sea necesario, para que tú estés bien. —Dejó caer la cabeza hacia atrás y suspiró, mientras se pasaba una mano por la cara.

Abby clavó una rodilla entre las piernas de él y se impulsó hacia arriba apoyándose en los brazos. Su larga melena cayó como una cortina entre ellos. Nathan se la recogió tras las orejas con un gesto lleno de ternura. Se miraron a los ojos y ella esbozó una sonrisa que hizo que él se derritiera.

—Entonces deja de decir tonterías y bésame.

Nathan obedeció, la tomó del rostro, posó su boca sobre la de ella y la besó profundamente. La presión de sus labios era cálida y sensual. A Abby se le aceleró el corazón, el roce de su cuerpo le provocaba descargas eléctricas bajo la piel y deslizó una mano por entre su camisa rota. Sus dedos temblorosos le rozaron la cálida piel, desde el ombligo hasta el pecho, memorizando cada línea, cada músculo. Se acomodó a horcajadas sobre él y deslizó la otra mano por su costado.

Nathan fue el primero en separarse. Con la respiración agitada sujetó a Abby por las muñecas y se lamió el labio. La contempló sobre su cuerpo, devorándola con una mirada oscura y hambrienta mientras el aire chisporroteaba entre ellos. Carraspeó un poco para intentar aflojar la tensión y el anhelo de su cuerpo. Hora de parar.

—Tengo una idea —dijo él acariciándole el pelo—. Ya estamos en un lío por haber desaparecido de la forma en que lo hemos hecho. ¡¿Y si pasamos juntos lo que queda de día?! Sé de un sitio, a una hora de aquí, donde es imposible que alguien nos conozca: hamburguesas, recreativos... y mi compañía —aclaró, arqueando las cejas con suficiencia y una sonrisa lobuna que le iba a la perfección.

Abby dudó unos instantes. Sabía que su padre probablemente la estaría buscando, que estaría preocupado, pero en ese momento no quería verlo, ni a él ni a nadie. No podría soportar su mirada escrutadora ni sus preguntas, aún no. Por otro lado, lo último que deseaba en el mundo era separarse de Nathan; apenas podían verse con tranquilidad y lo echaba de menos cada minuto del día.

—Suena a plan irresistible —dijo ella, aceptando su proposición.

Nathan y Abby


El muro de contención que había fabricado para protegerse se resquebrajaba sin tiempo a poder levantar más defensas.

Abby


Rodeada de una negrura absoluta, se dejó caer en el suelo húmedo y mugriento. Le llegaban los gemidos de una mujer al otro lado de la pared. Justo enfrente, los sollozos de otra se prolongaron durante horas. No eran brujas, podía sentirlo, no era tan fácil atrapar a una. Aquellas infelices, como la mayoría de mujeres que la iglesia había asesinado en nombre de Dios, eran inocentes del delito del que se las acusaba. Culpadas por practicar la brujería y copular con el diablo, irían a la hoguera y arderían en ella hasta morir.

Unos pasos sonaron en el corredor. Poco a poco, la tenue luz de una antorcha iluminó la celda por debajo de la puerta. Esta se abrió y dos soldados irrumpieron en la pequeña cámara; tras ellos iba el hombre encapuchado. Los soldados salieron y se apostaron a ambos lados de la puerta. Brann se acercó muy despacio a ella.

—Necesito que me entregues tus ropas y te pongas estas —dijo con voz pastosa. Se sentó al lado y apoyó los brazos en las rodillas—. Moira, dímelo, solo dilo.

—No. —Declinó la petición de forma rotunda, hizo una pausa y añadió—: ¿Dónde está mi libro?

—Lo tienen ellos. Esta misma noche partirán hacia Roma para ocultarlo.

—Los secretos que contiene no son para hacer el mal.

—El mal no reside en ese libro ni en ningún otro, el mal está en aquellos que lo desean, en los pecados que lo alimentan; el mal está en el hombre y ese mal puede conducirnos al fin si acaba poseyendo lo que tu grimorio esconde. —Se pasó las manos por el pelo—. Moira, me quedo sin tiempo, evítate este sufrimiento, pídemelo —susurró roto por dentro.

—No. —Ladeó la cabeza y miró a Brann—. ¡Oh, no te pongas triste! Has cumplido con tu obligación, eres un hombre de palabra. —Le tocó la cara con los dedos y en un visto y no visto él atrapó su mano antes de que la retirara, llevándosela al corazón.

—Nunca ha habido mentira en mi corazón, es tuyo y siempre lo será. Lo que nos une no puede romperse. —Se llevó la mano a los labios y la besó. Se demoró en el contacto, atesorándolo. Se puso e pie y salió de la celda sin mirar atrás.

Visión de Abby


—Suficiente para marcharnos sin preocuparnos por nada en mucho tiempo. ¿Qué dices? ¿Quieres fugarte conmigo? California no está mal.

—¿De eso va este viaje? ¿Vas a secuestrarme? —preguntó ella a su vez, esbozando una sonrisa sugerente.

—No me tientes —dijo en tono áspero mientras aceleraba.

Sus penetrantes ojos negros la recorrieron de arriba abajo, con una profundidad que no tenía límites. Apenas insinuó una sonrisa, suficiente para que su rostro cobrara la malicia de un demonio y la hermosura de un ángel.

—¿Tan seguro estás de que iría contigo?

—Siempre podría persuadirte, puedo ser muy convincente si me lo propongo.

Abby se sonrojó hasta las orejas. La piel le ardía por dentro y por fuera, y algo comenzó a revolotear en su estómago: la certeza de que iban a pasar casi dos días solos en una casa en el bosque.

Nathan y Abby


—Te entiendo, pero obsesionarte buscando esas respuestas no va a ayudarte. A veces no queda más remedio que pasar página y continuar, por muy duro que sea.

Nathan


—Sí, el uno de septiembre. A partir de ahora va a ser un día un poco agridulce.

—¿Has dicho el uno de septiembre? —preguntó Nathan con los ojos como platos. Ella asintió, y él no pudo contener una risotada, asombrado—. ¡Mi cumpleaños es el uno de septiembre!

—¿Te estás quedando conmigo?

—¡No, mira! —Sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón y le enseñó su permiso de conducir.

Abby miró la fecha, y después a Nathan, a los ojos. Sonrió al ver que él enarcaba las cejas con una mirada enigmática. Se estremeció por la coincidencia y una llama prendió en su pecho.

—¿Otra señal del destino? —preguntó, derritiéndose bajo aquellos ojos negros.

Él sonrió como un lobo, mientras volvía a guardar la cartera.

—¿Cuántas más necesitas para convencerte de que fui hecho para ti? —preguntó, rodeando de nuevo la cintura de Abby con las manos. La estrechó hasta que el aire no pudo circular entre ellos. Su cuerpo era pequeño, suave y perfecto, hecho para reposar entre sus brazos…

Nathan y Abby


Abby miró hacia otro lado.

—¿También tienes que alejarte de mí?

Él inclinó la cabeza y soltó un suave gemido. Le acarició el cuello, deslizó los dedos hasta su barbilla y la alzó para que lo mirara a los ojos.

—No, tú eres lo único bueno que me ha pasado. No iba por buen camino, me estaba convirtiendo en un idiota sin sentimientos, y tú estás cambiando eso.

—¿Y qué vamos a hacer? No podemos estar así para siempre.

—No te preocupes por eso, pensaré en algo. Encontraremos la forma de estar juntos, aunque la solución sea desaparecer para siempre. —Movió la cabeza mientras miraba al cielo y tragó saliva antes de añadir—: No dejaré que te aparten de mí. No puedo perderte.

Abby cerró los ojos y enterró el rostro en su pecho.

—Si no nos dejan otra opción, lo haría, me iría contigo, dejaría a mi padre... Aunque no quiero llegar a ese extremo —musitó.

Él la estrechó con ternura, como si fuera el objeto más frágil y valioso del universo.

—Encontraremos la forma de estar juntos y no hacer daño a nadie, te lo prometo. Ahora olvídate de eso, ¿vale? —Levantó las cejas con un ruego. Abby asintió—. Bien, porque estamos aquí, solos, y deberíamos aprovecharlo.

—¿Y en qué estás pensando?

—Se me ocurren muchas cosas, como... besarte y volver a besarte, y después seguir besándote y…

—¿Besarme otra vez? —intervino ella con una sonrisa coqueta.

—No lo había pensado, pero ya que lo dices. —Clavó los ojos en sus labios y el tono de su voz se tensó—. Sí.

Nathan y Abby


—¿Qué ha sido eso? —preguntó. Había sonado como un chispazo, y así lo había sentido. Al entrar en contacto sus labios, una fuerza extraña había surgido de ella y descargado sobre Nathan.

—Dímelo tú, ha salido de ti —respondió él, lamiéndose los labios. Una sonrisa traviesa se dibujó en su cara al ver la expresión estupefacta de Abby, y aclaró—: Es tu magia.

—¿Mi magia?

—Sí. No la estás usando, ¿verdad? No la liberas.

—Cuando uso la magia pasan cosas raras, cambio, los pesadillas aumentan. Me asusta un poco, prefiero no hacerlo.

—Tienes mucho poder, estás nerviosa y preocupada y eso te hace acumular tensión. Necesitas liberar toda esa adrenalina o acabarás haciendo que algo explote. Así no vas a subirte al coche, y mucho menos entrar en la casa —declaró, cruzándose de brazos.

—¡Venga ya! ¿Estás de broma?

—Le apuntó con el dedo en un gesto infantil.

—Ya has visto lo que ha pasado. ¿O vas a decirme que eso lo ha provocado mi encanto…?

Abby se sonrojó, no descartaría del todo esa opción. Cuando Nathan la besaba o la acariciaba, una llama ascendía en sus entrañas y su calor la consumía con tanta intensidad que la abrumaba. El tacto de su piel o su olor la transportaban a un estado de deseo desconcertante; pero él tenía razón, y ella lo sabía, a veces tenía la vaga ilusión de que sus dedos desprendían una tenue luz azulada, pequeños rayos que chisporroteaban de un dedo a otro como una bola de plasma. Y eso siempre ocurría cuando la ansiedad la dominaba, ya fuera por las pesadillas o por el miedo a que la separaran de Nathan o a tener que usar la magia en las prácticas. Y sí, también cuando él la besaba y su corazón se desbocaba sin control, cortándole la respiración, entonces sentía esa presión en el pecho que se extendía por el resto de su cuerpo empujando hacia fuera.

—Ven, vamos a solucionarlo —dijo Nathan tomándola de la mano.

—¿A solucionarlo?

—Sí, no quiero que me electrocutes cada vez que intente besarte.

Nathan y Abby


—No puedo evitarlo, tendrías que ver cómo me miran durante las prácticas. Desde lo que pasó con Seth... —guardó silencio con un nudo en la garganta.

—Pero ninguno de ellos está aquí, solo tú y yo, y yo no te temo, al contrario, confío en ti. Puedes hacerlo. —Abby movió la cabeza, negándose a continuar. Nathan le rozó la mejilla con los labios—. La magia es un don, no puedes renegar de lo que eres solo porque ellos son más débiles y no comprenden lo que posees. ¡Eres una bruja, usa tu magia!

Abby hizo un puchero. Nathan parecía tan seguro de ella, convencido de que era capaz de cualquier cosa que se propusiera, que se obligó a intentarlo.

—Soy una bruja —repitió ella con los ojos cerrados.

—Sí, lo eres. Así que ahora eleva ese tronco.

Nathan no perdió de vista el tronco, sintiendo en su propia piel la inquietud que destilaba la de Abby, cómo intentaba poner en marcha su cerebro. El problema era que no debía usar la cabeza, sino el corazón, debía apartar la lógica, librarse de cualquier duda o pensamiento racional y liberar sus impulsos. La rodeó con el brazo y posó la palma de su mano abierta sobre el pecho de ella, encima de su corazón.

—Tienes que usar esto.

Abby apretó los párpados y respiró hondo, inhaló varias veces y deseó que aquel maldito tronco se alzara del suelo. Sintió un hormigueo en la piel, notó como el pelo se le electrificaba y flotaba ingrávido; esa sensación era nueva.

—Abre los ojos —oyó susurrar a Nathan, y a pesar de no poder verlo, lo notó sonreír.

Abrió los ojos lentamente, la sorpresa la dejó helada un instante. Después, una amplia sonrisa cargada de orgullo se dibujó en su rostro. El tronco flotaba a un par de metros de altura. Entonces se percató de que no era lo único que levitaba. Troncos, ramas, piedras, hojas... estaban suspendidos en el aire, tan estáticos e inanimados que parecían una pintura. Ladeó la cabeza y miró a Nathan, él la observaba encantado y torció la boca con un gesto malicioso, sexy, que hizo que ella se derritiera. De repente todo se vino abajo, soltó un grito y apenas tuvo tiempo de cubrirse la cabeza con los brazos mientras cerraba los ojos. Los abrió al no sentir ningún golpe, ni tampoco el sonido de los objetos al estrellarse contra el suelo. Nathan los controlaba, la tomó del brazo y la apartó; un tronco enorme flotaba sobre su cabeza. En ese momento, dejó que cayeran con todo su peso.

Se miraron un instante, él estaba muy serio, aunque su mirada desprendía un brillo socarrón y enseguida dibujó una sonrisa en sus labios. Abby se cubrió la cara con las manos y empezó a reír con ganas. Sabía que ese instante en el que había perdido la concentración podía haberle costado caro, pero lo había conseguido y se sentía bien, mejor que bien.

—¡Lo he logrado! —exclamó con ojos brillantes. El rubor le coloreaba las mejillas, sentía la adrenalina recorriendo su cuerpo de forma frenética.

—Sí, aunque has estado a punto de aplastarnos a ambos. La próxima vez intenta mantener el hechizo hasta el final.

Abby le dio un golpe en el pecho.

—Ha sido culpa tuya, tonto. Si no me miraras así cuando intento concentrarme.

—¿Así, cómo? —preguntó, adoptando de nuevo la misma mirada sugerente. Le puso un mechón tras la oreja.

—Esa mirada —respondió, tragando saliva. Deslizó las manos por su pecho, lo agarró de la nuca y lo atrajo hacia ella.

—¡Espera, espera! —La detuvo por los brazos, con la respiración agitada, antes de que sus labios entraran en contacto—. No voy a besarte hasta asegurarme de que no me vas a dejar frito.

Abby dio un paso atrás, sin saber muy bien si enfadarse o reír. Optó por la segunda opción viendo su cara.

Nathan y Abby


—¡Sí, lo he hecho, lo he hecho! —gritó entusiasmada, y se lanzó al cuello del chico, abrazándolo muy fuerte. Él la estrechó y soltó de golpe el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta; bajo la ropa estaba sudando a mares—. Enséñame más.

Nathan la apartó un poco para verle el rostro, ella tenía las mejillas arreboladas y le brillaban los ojos.

—Creí que habías dicho que no te gustaba usar la magia —la cuestionó, arrugando los labios con un mohín.

—Contigo es divertido, y es más fácil. —Pestañeó expectante, esperando a que él sugiriera un nuevo reto, pero lo que hizo fue acariciarle los labios con el pulgar.

—Casi ha anochecido, deberíamos volver —susurró.

—Enséñame más cosas.

—No hay nada que te pueda enseñar, sigues sin entenderlo. Todo está dentro de ti —susurró él, y volvió a acariciarle los labios, muy despacio.

Abby se estremeció.

—¿Intentas averiguar si aún soy peligrosa? Solo hay una forma de saberlo —lo retó, imaginando por su mirada qué estaba pensando. Él sonrió ante la invitación—. ¿Tienes miedo?

Nathan negó, moviendo la cabeza. Apartó los mechones oscuros de la cara de Abby y, lentamente, incapaz de detenerse, acercó su boca a la de ella y la besó con el pulso atronándole en las venas.

Nathan y Abby


Nathan contó doce, sus pelajes iban desde el negro más absoluto al blanco níveo. Estaba desconcertado, nadie había visto lobos en esa zona, ni siquiera se habían oído rumores, y una manada tan grande era imposible que pasara desapercibida. Los lobos continuaron avanzando, dejando a los chicos atrás, se situaron formando una línea, una barrera entre ellos y el bosque. Comenzaron a gruñir con el lomo erizado y la vista fija en algún punto en las sombras, se movían inquietos, amenazantes, lanzando dentelladas al aire. Nathan notó un pequeño empujón en la pierna, el corazón le dio un vuelco cuando su mirada se encontró con la de un lobo de piel rojiza, vio en ella entendimiento y algo parecido al aprecio. El animal le olisqueó la mano y le dio un ligero lametazo con su lengua áspera.

De repente el animal se inclinó hacia delante con las orejas agachadas y gruñó. Lanzó un aullido agudo y profundo, y se lanzó a la carrera con el resto de la manada tras él. Corrieron entre los árboles sin dar tregua a la figura encapuchada que los acechaba, evitando cada uno de sus ataques. Ramas de gran tamaño se desprendían de los árboles cortándoles el paso. Rocas que impactaban contra sus cuerpos con la velocidad de un proyectil. Ninguno se detuvo para socorrer a los caídos, la presa era más importante. Los graznidos de los seres alados resonaron sobre sus cabezas. El alfa de la manada miró hacia arriba mostrando los dientes; el precipicio estaba cerca, si su presa conseguía llegar hasta allí, los cuervos tendrían que encargarse.

Nathan,  lobos y aves


Se había acostumbrado a aceptar los sucesos extraños que le ocurrían, sin más. Sabía hacer cosas que nadie le había enseñado, manejaba con destreza armas como arcos, espadas o cuchillos desde el primer instante que caían en sus manos. Técnicas de lucha imposibles de aprender viendo una película. Dominaba hechizos, encantamientos que no aparecían en los grimorios y que ni su maestro conocía, dominaba la materia y la naturaleza como si fuera el creador de ambas, y no sabía por qué. Ahora las respuestas habían dejado de interesarle, era como era, poderoso y peligroso, a veces inestable. No le importaba.

Nathan


Se metieron bajo las sábanas, Abby no podía evitar estar tensa, sentía el cuerpo rígido como una barra de hierro. Se quedó boca arriba, con los brazos sobre el pecho, muy quieta. Nathan la miró y no pudo evitar reír por lo bajo.

—¿Duermes así siempre? —preguntó.

—Sí —mintió Abby. En realidad solía ponerse espatarrada boca abajo o de lado.

Nathan se pasó la mano por la cara, haciendo verdaderos esfuerzos por no romper a reír con fuerza. Se habían besado y abrazado en infinidad de ocasiones, la pasión entre ellos era evidente y el deseo imposible de disimular. Ella solía responder a sus besos y caricias con descaro y provocación, con ardor, y a él le encantaba. No solo le encantaba, se desmoronaba beso a beso bajo ella. Dentro de su coche habían llegado a saltar chispas, por eso su actitud no dejaba de resultarle graciosa.

—Ven, pongamos fin a esto —dijo él, y estiró el brazo hacia ella.

Abby lo miró sorprendida y tragó saliva, preguntándose a qué se refería. Quizás había cambiado de opinión y sí que esperaba algo más.

—Voy a abrazarte, quiero que veas que no pasa nada, ¿vale? Que no hay diferencia... con otros momentos —aclaró él.

Abby se deslizó bajo las sábanas con una tímida sonrisa, apoyó la cabeza sobre su pecho y dejó que la rodeara con los brazos. Tenía la piel caliente y olía a gel de ducha. Poco a poco se fue relajando y, dejándose llevar, deslizó una pierna sobre las de él.

—Eso está mejor —dijo Nathan besándola en el pelo. Notó que ella sonreía. Dejó escapar un suspiro y miró al techo, se sentía adormecido, tranquilo... feliz. El momento era perfecto y notó como el sueño le vencía.

Nathan y Abby


Mientras el carro avanzaba dando tumbos. Los graznidos de los cuervos resonaban por todas partes, los soldados espantaban a los que se posaban sobre la jaula, pero estos volvían a descender una y otra vez, amenazantes. Dejaron de prestar atención a los cuervos y sus ojos se posaron en el cielo estrellado, en la enorme y pálida luna que comenzaba a teñirse de sangre. Moira también miró hacia arriba y sus labios se curvaron con una sonrisa, su madre le ofrecía un regalo, un deseo antes de morir, y ella sabía qué anhelaba más que nada.

La multitud se apartó cuando el carro se detuvo, unos rezaban, y otros, al grito de bruja, le lanzaban improperios y le arrojaban restos podridos de comida que ni los cerdos hubieran querido. Los soldados la arrastraron hasta la pira donde los clérigos la esperaban entonando oraciones. El verdugo, un poco más alejado, calentaba el aceite que vertería sobre la madera para que el fuego se alimentara con rapidez. Moira contempló aquel caldero y el estómago se le contrajo con náuseas; sintió las arcadas ascendiendo por su garganta y se obligó a ignorarlas. Había deseado que la infección y el veneno que le corrían por la sangre acabara con su vida antes, y en su fuero interno aún esperaba el milagro. No quería morir, no de esa forma.

Le quitaron los grilletes y la subieron al pequeño cadalso donde se erigía un madero, la ataron con las manos hacia atrás, alrededor del tronco. Inmediatamente los soldados comenzaron a apilar más leña, pero ella no los miró ni una sola vez. Sus ojos buscaban entre la multitud, la ansiedad se apoderó de ella y comenzó a temblar. Tenía que mirarlo a los ojos una vez más, tenía que ver su cara y él debía ver su fin.

—Brann —gritó.

El cielo estrellado se cubrió, centenares de cuervos graznaban enloquecidos girando en círculos sobre ella. El gentío se movía inquieto, las oraciones se elevaron y muchos huyeron de allí asustados.

—Brann —volvió a gritar, mientras el verdugo vertía aceite sobre la madera.

La alta figura encapuchada salió a través de la puerta de la catedral, cruzó la línea que los clérigos habían formado en torno a ella y se detuvo a pocos metros, a sus pies. Moira pudo ver su medallón colgando del cuello de él y los ojos se le humedecieron con lágrima. A través de ellas observó al verdugo acercándose con la tea en la mano, la lanzó sobre la leña y esta prendió. Su respiración se convirtió en un jadeo, apretó los labios para no gritar, no iba a hacerlo, y clavó sus ojos en el hombre que le había dado la vida para quitársela y al que aun así no culpaba.

«Déjame ver tu cara una última vez», pensó, y como si él la hubiera escuchado, tomó la capucha con ambas manos y la echó hacia atrás dejando a la vista su rostro, enmarcado por una larga melena oscura. Alzó la mirada del suelo y la posó en Moira. Sus ojos resaltaban como oro negro sobre una piel dorada, que iluminada por las llamas se asemejaba al ámbar. Se miraron fijamente hasta que el primer grito resonó en cada rincón, mezclándose con el aullido de los lobos que tomaban las calles.

Visión de Abby


—¿Crees que algo así se elige? ¿Que he tenido opción? —preguntó él con expresión sombría, y continuó hablando sin esperar respuesta—. He hecho todo lo que he podido para alejarme de ella, todo, pero desde que la vi por primera vez se metió en mi cabeza. Fue extraño porque tuve la sensación de que había encontrado algo muy valioso que había perdido y que ni yo mismo conseguía recordar.

Nathan


Abby era incapaz de moverse, sintió sus ojos llenándose de lágrimas mientras se preguntaba qué demonios estaba haciendo allí parada dejándolo ir como una idiota. Notó que alguien la cogía del brazo, bajó la vista y vio la mano de Damien sobre la suya. Entonces lo miró a los ojos y vio en ellos desaprobación, rabia, condescendencia y al final perdón. Eso le hizo reaccionar, no necesitaba el perdón de nadie porque no había hecho nada malo.

Se soltó y echó a correr, apartando a la gente sin miramientos. Llegó hasta Nathan, lo agarró de la muñeca y tiró de él obligándolo a girarse, y sin apenas darle tiempo a sorprenderse, se lanzó a su cuello y lo besó con las lágrimas nublándole la vista. Él la rodeó con los brazos, apretándola muy fuerte y le devolvió el beso con ganas. La alzó del suelo y enterró el rostro en su cuello. Su risa de alivió vibró sobre la piel de Abby entibiándole el cuerpo, y se sintió increíblemente viva. Él la dejó en el suelo con cuidado, torció la boca con una sonrisa que prometía el mundo y la tomó de la mano.

—Vámonos de aquí —dijo Nathan en tono áspero, y juntos salieron del gimnasio, dejando tras ellos un montón de rostros con la mandíbula desencajada.

Nathan y Abby


Abby asintió y volvió a reír, sonrojándose al pensar en la escena que habían montado en el baile. No se arrepentía, aunque estaba nerviosa por lo que vendría después; temía las consecuencias, pero iba a defender sus sentimientos y sus ideas por encima de todo. Y tendrían que entenderlo, cada uno de aquellos que condenara su elección, porque nada ni nadie iba a apartarla del chico al que amaba.

Abby 


Nathan besó a Abby en el cuello y se encogió de hombros. Nick rompió a reír.

—No sé si aplaudiros o ir sacando el traje que uso para los funerales.

Abby alzó el brazo dispuesta a darle un manotazo. Nick fue más rápido, atrapó su mano al vuelo y se la llevó a la boca dándole un beso en la palma.

—Si alguien os causa problemas por esto, solo decidme quién; del resto yo me ocupo —dijo muy serio—. ¿Hamburguesas para dos? —preguntó, recuperando la sonrisa.

Nathan se limitó a asentir y entre ellos hubo un momento de comunión en el que sus miradas lo expresaron todo. Lealtad.

—¿Ha dicho lo que creo que ha dicho? —preguntó Abby con un estremecimiento. Nathan asintió y su sonrisa se ensanchó al ver la cara de susto de la chica—. ¿Y lo dice en serio?

Nathan volvió a afirmar y se rio por lo bajo.

—¿Y te parece bien? Bianca me dijo que había estado en un reformatorio.

—Sí, me parece bien. Nick, Ray, Bianca... mis amigos. Ellos son mis hermanos, mi familia, no hay nada que no harían por mí o yo por ellos. Abby, no somos los buenos, ¿vale? Yo no soy el chico bueno y perfecto de la peli. Lo siento, es lo que hay y creí que lo sabías. Hago apuestas, soy capaz de darle una paliza a un tío si creo que la merece o romperle el brazo al que se atreva a tocarte. No suelo poner la otra mejilla, y quien me la juega lo paga caro. Lo que ves es lo que hay.

—Me gusta lo que veo —susurró ella tomándole el rostro entre las manos.

Nathan, Abby y Nick


A veces, en la vida, uno debía ser así para sobrevivir. Y para ella, él podría ser un demonio, confesarle un asesinato y no le importaría, nada sería tan importante como sus labios sobre su boca. Lo besó.

Abby 


—Brann ha sido uno de los brujos más poderosos de todos los tiempos, y fue el cazador de brujos más importante que La Orden tuvo jamás, un gremio que se encargaba de mantener a raya toda magia que pudiera suponer un peligro para los humanos y el anonimato de los brujos. Su última misión fue la de cazar a una bruja, la única descendiente viva de un clan tan antiguo como el propio mundo. Se decía que no había nacido nadie tan poderosa como ella, dominaba todos los elementos, la materia, la naturaleza y a sus seres, en especial a las aves. Decían que poseía un grimorio escrito por sus antepasados que contenía los secretos del universo, incluida la forma de dominar a la mismísima muerte, y que La Hermandad estaba tras ese libro y tras ella, ya que era la única que podía llevar a cabo los hechizos.

»Brann cazó a la bruja antes de que La Hermandad diera con ella, la entregó a la Iglesia y fue quemada. Entregó el grimorio al Vaticano después de sellarlo con un hechizo, pero no la llave con la que abrirlo, consciente de su poder y de que no podía confiar en nadie…

Vivian


Los sueños de Abby cobraron sentido. No eran pesadillas las que le hacían despertarse gritando, sino sus recuerdos. Una parte de ella sabía que eran reales, por eso experimentaba esa agonía y un miedo tan atroz. La magia que poseía, su poder, los conocimientos sobre hierbas, pociones y hechizos, no necesitaba aprenderlos porque estaban en su sangre, la esencia inmortal de la antigua bruja moraba en Abby. Eso no lo sabía por el libro, simplemente lo sabía como sabía otras tantas cosas. Al igual que estaba seguro de que si lograra encontrar en alguna parte un retrato de Moira, sería el rostro de Abby el que vería en el. Y si estaba en lo cierto, solo había una razón que explicaba lo que a él mismo le ocurría desde que era niño, esas habilidades innatas que poseía, su poder; Brann y él eran, en cierto modo, uno solo. Por eso era su rostro el que Abby había reconocido. 

Contempló el diario. Por lo que había leído, Brann había sido un tipo al que temer y respetar. Lo habían encontrado abandonado a las puertas de una iglesia cuando era un bebé, y los religiosos se habían ocupado de él, de ahí sus profundas convicciones religiosas. Quizás eso también explicaba que se hubiera convertido en un cazador de brujos. Creía ciegamente que ciertos poderes, mal utilizados, podían desencadenar grandes catástrofes de las que la humanidad no podría recuperarse, y erradicar esos poderes desde su raíz era la forma más efectiva de evitar el desastre. Moira era, con diferencia, la mayor amenaza a la que se había enfrentado, y la había llevado a la hoguera sin ningún remordimiento; a pesar de que por sus palabras ella parecía importarle.

Nathan


Notó un pequeño empujón en el hombro, ladeó la cabeza muy despacio y se encontró con el lobo de ojos amarillos del lago Crescent. Nathan no le quitó la vista de encima mientras el animal se tumbaba a su lado y cerraba los párpados al sentir los primeros rayos de sol calentando su piel. Un movimiento a su espalda captó su atención, miró por encima del hombro y vio a cuatro más sentados sobre los cuartos traseros, oteando el horizonte sin fijarse en él; sonrió para sí mismo. «Así que por esto lo llamaban domador de lobos», pensó. Movió la mano, lentamente, y la posó sobre el lomo del animal. El lobo ni siquiera abrió los ojos; un ligero gruñido de reconocimiento vibró en su pecho y se recostó contra su pierna. Se preguntó por qué aparecían ahora o si siempre habían estado ahí, a su alrededor sin ser vistos.

—No tengo opción, ¿verdad? —preguntó Nathan al animal.

El lobo abrió los ojos y ladeó la cabeza. Por un momento, su mirada se volvió tan humana como la suya.

Nathan


A veces la vida te mostraba un único camino y debías recorrerlo sin más. Sin vacilación.

Vivian 


—… No es lo que vi, sino lo que sentí, desde el primer momento. Se coló dentro de mí y no sé cómo; lo único que sé es que se convirtió en el aire que necesitaba para respirar. No sé cuándo ni cómo me enamoré, sucedió, no lo pensé. Y quién puede controlar los sentimientos. Decidir de quién se enamora y de quién no; si así fuera, nadie sufriría por amor, ¿no?

Abby


Observó el enrevesado dibujo que nacía en el hombro y se extendía hasta la mitad del bíceps y la parte superior de su espalda y el pectoral derecho. Una mezcla de nudos entrelazados con cruces, pentagramas y círculos. Era un tatuaje mágico que ocultaba un propósito, aunque aún no sabía cuál.

Nathan


Un par de noches antes había tenido un sueño, su primer «sueño». En él estaba durmiendo sobre un jergón de paja en una cabaña de madera. Se había despertado por culpa del calor. A su lado, el cuerpo desnudo de una mujer morena de larga cabellera dormía boca abajo. Él también estaba desnudo y, aun así, no le importó salir al exterior, bajo un cielo estrellado como nunca había visto otro. Descalzo había caminado hasta el río para refrescarse, y al agacharse junto al agua, esta le había devuelto su reflejo y también la imagen del tatuaje en su cuerpo. Cuando despertó, Nathan sabía que no había sido un sueño corriente, sino un recuerdo. Enseguida supo que el pasado también quería abrirse paso dentro de él.

Narhan


—Pone los pelos de punta —susurró Ray, mirando por la ventanilla—. ¿Estás seguro de esto? A lo mejor está muerto y te encuentras su cadáver en un sillón. O a su fantasma atormentado vagando por las habitaciones, atrapado para siempre. O está zampándose unos sesos en su jugo como Hannibal Lecter.

—¡Quieres dejarlo ya! —le espetó Nathan. Se bajó del coche.

—Yo me quedo aquí, si no te importa —dijo Ray desde su asiento—. Alguien tendrá que contar cómo la palmaste.

Nathan puso los ojos en blanco, y le enseñó un dedo. Echó a andar hacia la puerta de hierro oxidado de la propiedad mientras oía a Ray tronchándose de risa dentro del coche antes de subir el volumen de la música.

Nathan y Ray 


—Esto le va a parecer raro… ¿Pueden dos personas que se han conocido en una vida pasada volver a encontrase casi cuatro siglos después, con el hilo de sus vidas unido hasta el punto de que hayan podido nacer el mismo día?

—Sí, podrían.

—¿Y cómo es posible algo así? ¿Qué hace que eso ocurra?

—¿Tú qué crees? El sentimiento más fuerte del mundo, aquel por el que han caído reinos, se han levantado castillos, por el que el mundo gira inexorablemente. El amor, el más puro y verdadero amor capaz de vivir más allá de la muerte. Un enorme sacrificio en nombre de ese amor podría tener tanto poder como para conseguir anclar esas almas a este mundo y devolverlas a la vida.

—¿Me está diciendo que dos personas que se amaron y murieron hace más de trescientos años pueden haber regresado a la vez para volver a encontrarse, solo por ese amor que sentían?

—Sí, eso mismo. ¿No te parece una cuenta pendiente lo suficientemente importante como para que un alma no cruce al otro lado?

—¿Cuenta pendiente?

—Acabo de hablarte de un sacrificio, hijo. Si ese amor fue sacrificado, si aquellos que se amaban no pudieron estar juntos hasta el fin de sus días. La madre naturaleza podría haberles dado el mayor de los regalos: una nueva oportunidad. La magia no tiene límites, solo el hombre, jovencito. No se debe cuestionar lo que es posible y lo que no.

Nathan y Señor Trussoni


—Los recuerdos son un arma de doble filo. Nuestra mente es frágil como las alas de una mariposa, por eso se protege tras gruesos muros llamados ignorancia, negación, escepticismo... La perfección de una reencarnación está en poder vivir una nueva vida sin los vestigios de la anterior, la unión de ambas exigiría una gran fuerza mental que no todos poseen, la locura sería el siguiente paso. Imagina a ese herrero con unos veinte años de edad hace tres siglos, con seguridad ya estaría casado y con algún hijo a cuestas. Hoy en día sería un universitario, enganchando a esas maquinitas de juegos y con una novia animadora con ansias de ser actriz. ¿Cómo podría vivir con normalidad coexistiendo ambas conciencias en su interior? La primera apenas sería una sombra de imágenes, sueños que interferirían en la segunda, pero que podría dominarla sin control.

—Pero y si, por algún motivo, esos recuerdos despiertan.

—Si despiertan es porque los muros que protegen la mente se han debilitado, incluso roto, podría ocurrir por diversos motivos: un fuerte shock, por ejemplo. Es peligroso que ocurra, sobre todo cuando no sabes el porqué de lo que te está pasando. Imagina al mecánico que en otra vida fue un templario, sueños de batallas, sangre... tan reales que las heridas duelen, y duelen porque están ahí, en el alma. Se necesitaría de una gran fuerza para no acabar convencido de que estás loco.

—¿Y qué habría que hacer entonces?

—Es complicado, la única forma sería recuperar por completo la antigua conciencia, pero no es fácil. La mente hay que estimularla en la dirección correcta; si no, se pierde. Objetos personales, lugares, una carta escrita por uno mismo, tu propia historia contada a través de otros labios... cosas así ayudarían a los recuerdos hasta abrirlos por completo. Entonces ambas conciencias se fundirían en una sola.

Nathan y Señor Trussoni


—… A veces la muerte es la mayor prueba de amor que uno puede dar.

Señor Trussoni


—Eso no tiene mucho sentido. 

El señor Trussoni sonrió con indulgencia.

—¿Y qué lo tiene en el mundo de la magia?

Nathan y Señor Trussoni 


…conocer los porqués que podrían provocar esa situación le habían dado cierto alivio, solo que eran tan místicos como la propia magia, pero no por ello dejaban de ser ciertos. La única persona por la que volvería de la muerte sería ella, Abby.

Nathan


Había levantado muros para circundar el terror que la invadía, y ahora debía dejarlos caer y enfrentarse a él de golpe.

Abby


—… Moira Wise figura en la historia como la bruja más poderosa de todos los tiempos, más que cualquiera de su linaje, y este era con diferencia el más antiguo e importante de los que han existido. Moira era especial, porque tenía todas las habilidades posibles. ¿Sabéis lo raro que era eso? Los brujos y sus dones eran tan distintos entre sí como lo son los humanos. Unos tenían más dominio sobre unas habilidades y otros sobre otras, y así se mantiene el equilibrio. Pero Moira era una excepción. Se decía que poseía hechizos que doblegarían a la propia muerte y con los que se podía conseguir la inmortalidad, conjuros y encantamientos creados por el clan Wise durante siglos, todo ello recogido en un grimorio. La bruja que rescataba almas condenadas de la muerte, así la llamaban.

»En aquella época, la caza de brujas estaba en un punto álgido, el fanatismo de algunos religiosos rayaba la demencia, y se les dejaba hacer. Era una forma de que otros asesinatos parecieran justificados, como el de Moira. Los espías del Vaticano supieron que La Hermandad, un grupo de brujos que ansiaba la supremacía, buscaba a la bruja, y tomaron medidas antes de que eso ocurriera. Enviaron al mejor de sus sicarios, al Lobo, o Brann…

[…]

—…  El Lobo también era un brujo. Que se recurriera a los humanos para un trabajo así era absurdo, una guerra perdida incluso antes de comenzarla…

—¿Y por qué un brujo iba a traicionar a otro de esa forma? —lo interrumpió Abby—. ¿Lo lógico no hubiera sido que él la protegiera?

—El Lobo también era un guerrero, en la Orden todos lo eran; su forma de pensar era más táctica y fría. Considéralo de esta forma, una muerte a cambio de muchas. La Orden eliminaba a aquellos que suponían un peligro para la seguridad y el anonimato del resto. En aquel momento debió ser la vida de Moira a cambio de la de… ¿cuántos? Cientos de brujos en Europa a los que La Hermandad podría haber sometido tras apoderarse de la magia de Moira. ¿Y después qué? ¿Los humanos?

»Brann era un hombre a quien no subestimar. Si Moira era poderosa, Brann no lo era menos. Su vida siempre fue un misterio, abandonado nada más nacer en una abadía y criado por los monjes, pero educado con brujos, convirtiéndose en una especie de paladín de la Iglesia. Sobre él se sabe muy poco, y después de que diera caza a Moira Wise, y entregara el grimorio a la Santa Sede, desapareció sin más.

Profesor Murray y Abby


 Todo sucedió muy deprisa, y de repente se encontró corriendo por la orilla del río. Apretó a su hija contra el pecho y aferró la mano de Brann con fuerza, mientras huían de La Hermandad. Finalmente la habían encontrado, sola con la niña, mientras él estaba de caza.

—Creí que no llegaría a tiempo. Si te hubieran hecho daño... —dijo Brann con el rostro bañado por la sangre de los brujos que acababa de asesinar. Se giró un segundo y la besó.

—Sabía que me encontrarías —contestó ella.

—Bajaría al mismísimo infierno a buscarte.

No dejaron de correr mientras ascendían por uno de los senderos de rebaños. Alcanzaron la cima de la colina más alta y el bosque se abrió ante ellos. Debían llegar al acantilado, desde allí solo tendrían que bajar hasta la playa y subir al bote que él había escondido en la cueva. Moira temió que no lo pudieran conseguir. Apretó los dientes e ignoró el dolor que sentía en el costado. El brujo había lanzado su puñal, acertándole de lleno bajo las costillas; la muerte vendría a su encuentro en unas horas. 

—Necesito parar —dijo con la respiración entrecortada.

—Ahora no, aguanta un poco más, solo un poco. Ven, deja que yo coja a tu hija —se ofreció él.

Moira sonrió y su pecho se infló de amor por aquel hombre que había aceptado a la hija de su esposo fallecido como propia.

—No creo que podamos ir a Francia. —Una mueca de dolor contrajo su rostro y le mostró la mano ensangrentada.

Brann se quedó helado, se arrodilló junto a ella y le examinó la herida.

—¿Por qué no me lo has dicho? No deberías haberte movido. ¡Por la diosa, estás perdiendo mucha sangre!

—No podremos escapar de ellos —susurró Moira—. Apenas me quedan fuerzas. No tardarán en darnos alcance.

—No vamos a rendirnos.

—No, por supuesto que no. Tú no te vas a rendir, vas a salir de aquí y pondrás a mi hija a salvo.

—Moira, saldremos de aquí juntos.

—La herida es mortal, lo sé, no hay nada que puedas hacer por mí. Pero aún puedes salvar a mi linaje.

—Moira, deja de hablar así. Usaré mi magia, te curaré.

—No, tienes que dejarme. Escúchame, es imposible que lo consigamos, son demasiados. Tú solo con un bebé y una moribunda no podrás vencerlos a todos. Y menos si derrochas tu fuerza en salvarme a mí. —Tragó saliva—. Me dijiste que tus hombres te esperarían cada luna llena junto a la atalaya que hay a medio día de aquí. Hay luna llena, estarán allí.

—Han pasado muchos meses, dudo que sigan volviendo, pensarán que he muerto.

—Sabes que no; volverán porque confían en ti y están convencidos de que acabarás regresando y que lo harás con la bruja. Conociéndote, sé que esos hombres te guardarían lealtad toda su vida.

Brann negó compulsivamente.

—Estoy muy débil, y necesito mis fuerzas —insistió ella. Acomodó la espalda contra un árbol—. Dame el grimorio. —Él obedeció y le entregó el libro que llevaba en su bolsa—. Ahora dame tu cuchillo y prométeme que harás lo que te pida sin cuestionarme.

—Sé lo que pretendes.

—Entonces sabrás que es lo mejor. Vas a entregarme. —Se le partió el corazón cuando él gimió y las lágrimas resbalaron por su rostro—. Y les entregarás mi grimorio. La Hermandad no puede hacerse con él, ni tampoco conmigo o con mi hija.

—No, no puedo hacerlo.

—Lo harás. Dame tu cuchillo.

Brann al final obedeció y le entregó el arma. Un puñal con símbolos mágicos grabados en la hoja y en la empuñadura. Moira lo tomó y hundió la punta afilada en la palma de su mano. Dibujó una estrella con una cruz en el centro. Tomó el libro y apretó los dientes, tratando de ignorar el dolor. Colocó la mano herida sobre la tapa y cerró los ojos.

—Mi sangre es la llave, mi sangre es el sello, y solo la llave mostrará mis secretos. —Una luz dorada surgió de su mano, iluminando el libro. Resplandeció unos segundos, el cuero absorbió la sangre y se apagó—. Ya está. Ahora necesito una promesa. —Alargó la mano y acarició la mejilla del hombre—. Necesito que me prometas que cuidarás de mi linaje, tu sangre protegerá a mi sangre.

—Lo prometo, mi sangre guardará tu sangre —contestó, incapaz de levantar los ojos del suelo para mirarla.

Moira tomó a su hija de los brazos de Brann. Sus pequeñas manos se agitaron en el aire y dejaron la piel de sus brazos al descubierto. Una mancha de nacimiento en el interior del codo captó la luz de las estrellas. Miró a Brann.

—Te amo, deberíamos envejecer juntos como hemos hablado —susurró él.

—¡Y lo haremos, confía en el destino! —Se inclinó y lo besó en los labios—. Ni la muerte podrá separarme de ti, y lo sabes.

—No puedo hacerte pasar por eso. Todo es culpa mía.

—Aunque tú no hubieras aparecido nunca, ellos me habrían encontrado de igual forma. Antes o después, se apoderarían del grimorio y nos usarían a mi hija y a mí para hacer el mal. No podría vivir así. —Le acarició el rostro—. Necesito que hagas este sacrificio por mí.

—El tuyo es mayor.

—No te preocupes, sé que no hemos terminado, lo siento aquí.

—Se puso una mano a la altura del corazón. Cerró los ojos un instante, estaba tan cansada—. Cuida de mi pequeña llave —susurró, deseando sumirse en un profundo sueño que la liberara del dolor.

—Tu pequeña llave estará a salvo conmigo —musitó él, y se inclinó cerca de su oído—. Solo necesito una palabra, dila, pídemelo, y te sacaré de aquí.

Moira sonrió, su voz ejercía el efecto de un bálsamo sobre ella.

—No, no quiero que me salves.

Visión de Abby


Ahora todas las piezas encajaban, una a una las incógnitas habían encontrado su respuesta. La llave no era un objeto, la llave era la sangre Wise, y Brann había prometido que tanto él como su linaje la protegerían eternamente. Por eso los Hale siempre habían estado cerca de los Blackwell, durante siglos, para protegerlos. Y eso solo podía significar una cosa, Nathan no era su asesino, sino su Guardián.

Abby


Nathan despertó de golpe, intentando recuperar el aliento. El corazón le iba a cien. Permaneció tumbado en la cama y el sueño se diluyó poco a poco. De nuevo había soñado con batallas. Luchaba a muerte contra brujos vestidos con capas negras, todos poseían el mismo colgante, una estrella invertida con un ojo en su interior. La Hermandad. Peleaba con desesperación tratando de poner a salvo algo que no conseguía ver. Todo estaba demasiado oscuro, pasillos de piedra donde el calor y la humedad apenas le dejaban respirar. Había alcanzado el exterior dejando un rastro de cuerpos chamuscados por la magia o ensartados por las dagas, y jurándose a sí mismo que volvería, encontraría al resto, y uno a uno todos pasarían por el filo de su espada. Pero antes debía ponerlos a salvo, ¿pero a quién?

Nathan


—Asume tú esto, si ese diario es falso, mis recuerdos y los de Abby no lo son. Ella murió por mi culpa hace siglos, y volverá a repetirse otra vez si no me alejo de ella.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué recuerdos? —Se quedó helada, con los pistones de su cerebro trabajando a toda velocidad—. ¡Por la diosa, no sois vástagos!

Una sonrisa siniestra curvó los labios de Nathan. Ladeó la cabeza, observándola como lo haría un depredador segundos antes de darle caza.

—No, somos los originales. Hemos vuelto y la historia va a repetirse. ¿Lo entiendes ahora? —siseó. 

—Sí. Claro que lo entiendo, mejor que nunca —respondió. Su cara reflejaba el esfuerzo de su mente por comprender. A lo largo de los años había conseguido reunir varias piezas; unas daban sentido a lo que imaginaba, otras desbarataban sus elucubraciones, y vuelta a empezar. Pero ahora esas piezas comenzaban a encajar—. Tienes que volver, ya. Ahora mismo, antes de que sea tarde.

—¿Has oído algo de lo que te he dicho?

El teléfono de la mujer empezó a sonar. Ella lo sacó y miró la pantalla. Todo su cuerpo se agitó con una descarga de adrenalina.

—Sí. Mira, sé que no me conoces, que no tienes por qué confiar en mí, pero tendrás que hacerlo. Vuelve a casa y averigua la verdad. La Hermandad se infiltró hace semanas en Lostwick; si tu destino es matar a Abby, ¿por qué no lo has hecho aún? —Y continuó sin darle tiempo a responder—: Porque lo único que sientes es que quieres protegerla.

Nathan y Michelle


Había bajado de aquel barco con dos niños, uno era su hijo y el otro la hija de Moira. Había observado a aquel matrimonio de brujos que viajaban con él, los Blackwell; ya eran mayores y no tenían hijos. Parecían buenas personas, de firmes convicciones y eran poderosos. Y lo hizo, habló con ellos y les entregó a la hija de Moira para que la criaran como si fuera suya, a salvo.

Siempre atento a la niña, Brann cumplió su palabra, educó a su propio hijo y le contó la historia de su vida. Con él escribió el diario y con él dio forma al hechizo que uniría a los dos estirpes para siempre.

Nathan se pasó la mano por la cara, hasta el pelo, y lo revolvió con nerviosismo. Los descendientes habían cumplido con su promesa, protegiendo día y noche la llave. ¡La llave era...! No podía creerlo.

Unas hojas cayeron de entre las páginas del diario. Nathan las abrió con cuidado y vio la firma de su padre en la última. Con un nudo en el estómago comenzó a leer; de forma resumida le contaba la historia del diario. También de sus años como el último Guardián, de su profunda amistad con Aaron Blackwell, al que protegería hasta la muerte, no solo por el hechizo, sino porque se había convertido en su mejor amigo.

Pero aquella carta estaba escrita por un único motivo. Le hablaba de Michelle Riss, estaba convencido de que esa mujer había desaparecido de Lostwick, embarazada de Aaron Blackwell, por lo que dentro de ella se encontraba la autentica llave que podría abrir el libro, una heredera con la fuerza suficiente como para hacerlo, ya que hasta la diosa había anunciado su nacimiento. Y no solo eso, creía que había algún lazo especial entre ellos, era imposible pasar por alto que hubieran nacido el mismo día, bajo los mismos augurios.

Nathan


La había encontrado y le había devuelto el amuleto; ahora solo debía cuidar de ella hasta su ultimo aliento, y lo haría encantado.

Nathan


—No son simples descendientes. No sé cómo ha pasado algo así, reencarnación… llámalo como quieras. Son ellos, ni siquiera la muerte los ha separado, ¿qué podríamos haber hecho tú y yo? Está pasando lo que tanto temíamos y no hemos podido evitarlo. Debemos dejar de interferir, no les estamos ayudando.

Vivian asintió, limpiándose las lágrimas del rostro con las manos. En cierto modo ya lo sospechaba, David y ella intuían esa verdad desde la noche en la que ambos niños nacieron bajo el augurio de tantas señales, y cobró fuerza cuando los caminos de los chicos se cruzaron y las señales volvieron a repetirse. Como si la madre de todo celebrara ese encuentro.

Morgan y Vivian


—… La Orden era un gremio que se encargaba de mantener a raya toda magia que pudiera suponer un peligro para los humanos y el anonimato de los brujos. Tenían un modus operandi algo especial, se deshacían de cualquier amenaza, incluso antes de que lo fuera. Les llegaron rumores que aseguraban que La Hermandad estaba tras los pasos de un linaje de brujas muy antiguo y poderoso. Esos rumores hablaban de una mujer llamada Moira y de su grimorio. La Orden envió a un cazador llamado Brann O’Connor a que pusiera fin al peligro que ella suponía. Moira acabó en la hoguera; el grimorio, en Roma, en el Vaticano. Y tras esto, Brann desapareció llevándose consigo algo muy valioso: la llave que rompía un hechizo, un hechizo que impedía que el grimorio pudiera abrirse.

»En 1747, un barco zarpó desde Inglaterra hasta el nuevo mundo, al puerto de Plymouth. En ese barco viajaban varias familias de brujos que huían de la caza de brujas que se había desatado en Essex. Junto a ellos también viajaba un hombre con dos bebés: un niño y una niña. Durante la travesía ese hombre, llamado Nathaniel Hale, entabló amistad con una de las familias, los Blackwell. —Hizo una pausa y vio que Aaron se removía en su asiento—. Los Blackwell no habían podido tener hijos y ya eran mayores como para mantener la esperanza de tenerlos algún día. Cuando el matrimonio bajó de ese barco, eran padres de una niña. Y los Blackwell y los Hale nunca se separaron.

El verdadero nombre de Nathaniel Hale era Brann, y la niña que les entregó a los Blackwell era la hija de Moira. Brann le juró a Moira que pondría a salvo y protegería su estirpe después de que ella muriera. Selló ese juramento con un hechizo de sangre que ha pasado a sus descendientes como un legado, y que están obligados a cumplir. Porque el linaje de Moira es la llave que abre ese grimorio. Y han cumplido su promesa desde entonces, los Blackwell han estado a salvo mientras un Hale ha estado cerca, protegiéndolos con su propia vida, tal y como hizo David. ¿Nunca te has preguntado por qué siempre estaba ahí, a tu lado? ¿O por qué su padre era la sombra del tuyo?

Morgan


«Dios mío... Dios mío», pensó ella, encogiéndose, temblando, incapaz de moverse bajo aquella mirada cruel e insensible. Era la mirada de alguien sin alma, y alguien sin alma era capaz de cualquier cosa sin importarle el precio.

Abby


Nathan estaba rodeado de una tenue luz, su pelo ondeaba bajo una brisa sobrenatural y el blanco de sus ojos había desparecido bajo un velo que lo teñía de un negro absoluto. Pero lo que de verdad le llamó la atención fue el tatuaje de su cuerpo. Líneas brillantes como el fuego estaban trazando los contornos del dibujo. El chico susurraba algo que se asemejaba al latín, su voz grave reverberaba entre los muros a pesar de que apenas era un susurro.

De repente hubo un crepitar, la temperatura bajó muchos grados, transformando su aliento en una nube de escarcha. Las cadenas que sujetaban a Nathan se cubrieron de una capa blanca, se habían transformado en hielo. El chico pegó un tirón, las cadenas se desintegraron en miles de trocitos y sus brazos quedaron libres. Rotó el cuello y los hombros para recuperar el movimiento y aliviar el hormigueo. Sin pararse a pensar, miró a su alrededor. Sobre una mesa vio su camiseta y el cuchillo que había encontrado junto al diario. Guardó el arma a su espalda y se dirigió a la escalera mientras se ponía la ropa, dándose de bruces con los dos chicos.

—¿Adónde crees que vas? —lo interceptó Damien. Su voz sonó con más fuerza de la que en realidad sentía, estaba impresionado por lo que acababa de ver, y sus ojos mostraron un atisbo de temor.

Nathan no contestó. Un lado de su boca se curvó, no era una sonrisa, sino un aviso. Movió su mano y Rowan se estampó contra la pared, cayó al suelo aturdido. Otro movimiento y Damien voló hasta estrellarse contra la mesa, reduciéndola a astillas. Sin detenerse, Nathan subió arriba y se dirigió a la salida.

Corrió hasta el coche de Damien, posó un dedo sobre el contacto y el motor se puso en marcha. Circulando marcha atrás enfiló el camino; sin detenerse, dio un volantazo y se incorporó a la carretera. El cielo nocturno estaba completamente despejado, cubierto de miles de estrellas. La niebla se abría paso entre los árboles que bordeaban la carretera y a través de ella pudo ver las siluetas de los lobos corriendo en su misma dirección.

Sacó el cuchillo de la cinturilla de su pantalón, lo colocó entre sus piernas, y mientras sujetaba el volante con una mano, con la otra desgarró la parte de arriba de su camiseta, dejando un buen trozo de piel a la vista. El corte fue limpio y lo suficientemente profundo para que la sangre fluyera. Dibujó la estrella sobre su pecho, bajó la ventanilla y apretó con fuerza la herida de su mano. Del puño goteó un hilillo, la tierra acepto el sacrificio y la estrella desapareció de su piel bajo una luz azulada. ¡Saint Mary, la iglesia abandonada!

Nathan, Damien y Rowan


En pocos segundos todo terminó. Nathan, envuelto en un halo de poder, mantenía su brazo extendido conteniendo a Mason Blackwell contra la pared, aprisionando su cuello con los dedos. 

—Es curioso cómo las historias se repiten —dijo Mason, sacando un cuchillo de debajo de su capa. Nathan fue más rápido y detuvo su muñeca con la otra mano.

—¿Fue así cómo mataste a mi padre, a traición? Como un cobarde.

—Yo no maté a tu padre. Si no me falla la memoria, fue él —respondió, y sus ojos se posaron en Aaron—. Hola, hermanito, veo que has recuperado lo que perdiste —dijo, dedicándole una sonrisa de desprecio a Morgan—. Señorita Wise.

—¿Wise? —repitió ella—. Creo que te equivocas, es señor Wise. ¿Qué se siente al saber que lo has tenido durante tanto tiempo tan cerca, Mason? —preguntó ella.

Los ojos de Mason se abrieron por la sorpresa y miraron a Aaron. El hombre asintió con una sonrisita y le dio la espalda, dirigiéndose al encuentro de su hija y de Seth. Deseaba con todas sus fuerzas acabar con la vida del que había considerado su hermano, pero el privilegio no le correspondía a él. Se detuvo un momento y se giró.

—Nathan —lo llamó. El chico apenas ladeó la cabeza, pero sabía que le prestaba atención—. Lo siento, no puedo enmendar nada de lo que ha pasado hasta ahora, pero puedo darte esta satisfacción.

El chico asintió.

—No necesito más —respondió. Clavó sus ojos en las dos gemas verdes que eran los ojos de Mason, tragó saliva y su mano se convirtió en pura luz. Se inclinó un poco sobre su oído—. Nos veremos en el infierno —susurró, y con un fuerte gritó, le golpeó el pecho. Mason abrió los ojos desmesuradamente, una parte de él pensó que era a David a quien tenía delante. La luz entró en él, destelló un momento a través de sus ojos y en ellos se apagó la vida. Nathan lo soltó, y el cuerpo cayó al suelo como un trapo. Él también se dejó caer; quedó de rodillas con el rostro enterrado entre las manos, al límite de sus fuerzas.

Nathan, Mason, Morgan y Aaron


Nathan se puso en pie y fue al encuentro de Abby, y se fundieron en un abrazo. Él la besó en la sien, apretándola tan fuerte que sus labios se pusieron blancos. Se quedaron así unos instantes, sin dar crédito a que, después de todo, estaban realmente allí, vivos y juntos.

—Has venido —dijo ella, contemplando su rostro.

—¡Claro que sí! ¿Lo dudabas? —dijo Nathan, frunciendo el ceño. Le acarició la mejilla con el pulgar.

—Pero ha sido por ese hechizo. Si te hubiera ocurrido algo, yo… ¡Ojalá haya una forma de deshacerlo! —sollozó, apretando los labios para que la barbilla le dejara de temblar.

Él sonrió; la sostenía por los hombros y volvió a atraerla para abrazarla.

—Ese hechizo no me obliga a quererte. Y estoy aquí porque te quiero, porque estoy enamorado de ti. Perderte no era una opción. —Le acarició la espalda. Ella se acurrucó en su pecho y sintió sus lágrimas en la piel—. No llores —susurró.

—Pensaba que no volvería a verte.

—Esa tampoco era una opción —dijo él.

Abby sonrió y enterró la nariz bajo su cuello, aspirando su olor.

—Lo siento, Abby, lo siento muchísimo, todo lo que pasó. ¿Podrás perdonarme?

—No tengo nada que perdonarte. Intentabas protegerme —murmuró contra su hombro; se le hizo un nudo en la garganta.

Él suspiró.

—Alejarme de ti es lo más duro que he hecho nunca... jamás volveré a hacerlo. Te lo prometo.

—Lo sé. —Se separaron un poco y él apoyó su frente en la de ella, mientras le acariciaba el rostro y le atusaba el cabello—. Todo ha valido la pena, cada instante, si podemos estar ahora así.

—Ha valido la pena —repitió él. Sentía las miradas sobre ellos, su madre, los padres de ella... no le importó. Con lentitud la tomó del rostro. Inclinó su cabeza y la besó, sus labios se detuvieron un instante y dibujaron una sonrisa sobre la de ella—. Te quiero, Abby, en esta y en cada una de nuestras vidas.

Nathan y Abby


Ya no había cabida para el odio y el rencor, pero habían pasado tanto tiempo viviendo y respirando para esos sentimientos que casi formaban parte de ellos.

Nathan, Damien y Diandra


—¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué va ser de nuestras vidas ahora? —preguntó ella, mientras se pegaba a él de forma coqueta.

Nathan sonrió y levantó las cejas pensativo.

—Supongo que seguir con nuestros planes —respondió mientras le apartaba un mechón de la cara y lo recogía tras su oreja—. Terminaremos el instituto, iremos a California, buscaremos una bonita casa junto al mar... y te enseñaré a hacer surf. Mientras tanto, intentaré familiarizarme con mi nuevo trabajo, quiero hacerlo bien.

—¿Qué nuevo trabajo? —preguntó ella.

Los labios del chico se curvaron con una sonrisa burlona.

—Bueno, si no me falla la memoria, ahora soy tu guardián, tu protector.

Abby se ruborizó hasta las orejas y un millón de mariposas le agitaron el estómago.

—Es cierto, había olvidado ese detalle.

—Yo no —dijo con expresión de deseo—. Sí, va a ser duro, todo el día junto a ti, vigilándote. No puedo perderte de vista, así que tendré que mantenerte cerca, muy, muy cerca —dijo ciñéndola por la cintura, y la pegó a su cuerpo con un tirón—. Nunca se sabe.

A Abby se le aceleró la respiración y sus ojos castaños brillaron con un repentino fulgor.

—Sí, nunca se sabe —susurró. Ladeó la cabeza, pensativa—. Quizá debamos evitar los sitios con gente, no sabemos qué peligros podría haber en la calle. He pensado que…

—¿Qué? —Esbozó una sonrisa astuta.

—Que... quizá, Ray pueda prestarnos de nuevo su cabaña. Está en un sitio apartado, sin gente, allí te sería mucho más fácil protegerme.

La sonrisa de Nathan se volvió más amplia. Carraspeó y adoptó un gesto más serio y concentrado.

—Sí, la verdad es que allí sería mucho más fácil. Pero ya sabes que yo me tomo muy en serio mi trabajo. ¿Estás segura de que llevarás bien lo de tenerme todo el día pegado a ti? También la noche, claro, suelen ser las horas de mayor peligro.

—Sí, lo son —respondió, humedeciéndose los labios.

La mirada de él se posó allí.

—No te preocupes, cumpliré con mi trabajo. —Le guiñó un ojo—. Suelo ser muy concienzudo…

Abby rompió a reír, lo agarró de la cazadora y lo atrajo hacia sí.

—Cállate —susurró, atrapando su boca en un largo e intenso beso.

Nathan y Abby



Que tengas unas maravillosas y mágicas lecturas.

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